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HISTORIA DE LA IGLESIA

EL PADRE FRANCISCO LAPHITZ. UN MISIONERO BETHARRAMITA EN EL PLATA

EL PADRE FRANCISCO LAPHITZ. UN MISIONERO BETHARRAMITA EN EL PLATA

EL PADRE FRANCISCO LAPHITZ
                                UN MISIONERO BETHARRAMITA EN EL PLATA
-Breve acercamiento en torno a su protagonismo-

Por Héctor José Iaconis.  

(TRABAJO EXPUESTO EN LAS IV JORNADAS DE HISTORIA ECLESIÁSTICA ARGENTINA. JUNTA DE HISTORIA ECLESIÁTICA ARGENTINA,  9 y 10 de junio del 2000, Y PUBLICADO EN LA REVISTA “ARCHIVUM”) 

La biografía del padre Laphitz debe enfocarse desde algunas ideas definidas:

- Los hechos cronológicos de su  rica biografía.

- Sus amplios dotes literarios y su magistralidad en la retórica y en la oratoria.

-  Su afán y celo por las Misiones.

- Las dimensiones de su espiritualidad en orden al carisma de su Congregación.

- Las obras  y fundaciones concretadas gracias a su esfuerzo.

Naturalmente, el abordaje de ellas requieren de  un estudio más profundo y extenso, que obviamente no lo constituyen estas páginas, ni buscan hacerlo. Tan solo, quiere relatarse aquellos hechos destacados en la existencia del padre Francisco Laphitz, sacerdote del Sagrado Corazón de Jesús de Betharram y, fundamentalmente, su labor -por demás destacable- en las misiones apostólicas. En consecuencia. los párrafos que siguen, no pretenden ser sino sucintas consideraciones biográficas, si así fuera apropiado llamarlos.

El lector hallará, quizá, en la forzada síntesis, algún que otro concepto inacabado, razón que debe atribuirse, sobre todo, al estado inconcluso de la investigación. La misma, iniciada poco tiempo atrás, versa sobre el estudio del pasado de los Betharramitas en la Argentina.

Resta aún la compulsa de documentos de significación histórica, pertenecientes al acervo archivístico de instituciones extranjeras, en su mayoría. En efecto, queda por recorrer el itinerario más extenso e importante.

Como se verá, los recursos y fuentes documentales primarios, en el orden de la investigación, son sumamente escasos. Nada, al menos en Argentina y Uruguay, ha podido conservarse de los papeles personales del padre Laphitz. Mas, se tiene noticia de que cierta  documentación inédita podría hallarse en manos particulares... Razones todas que podrían justificar las posibles carencias y falta de erudición del presente estudio.

 

Nueve de Julio, 28 de enero de 2000, Memoria de Santo Tomás de Aquino, en el Año Jubilar.

Primera Parte: SACERDOTE Y CAPELLAN

I. LOS PRIMEROS AÑOS: LA VOCACION

Después de la Revolución en París de 1830, que había puesto en el trono a Luis Felipe de Orleans, la situación sociopolítica en Francia no era nada halagüeña.

El régimen, denominado "Monarquía de Julio", benefició grandemente a la gran burguesía, decepcionando, en parte, a los grupos republicanos.

Ininterrumpidamente se sucedieron levantamientos y ruidosas manifestaciones, de las cuales, son notoria muestra los acontecimientos trágicos de febrero de 1831 en la iglesia de Saint-Germain l’ Auxerrois.

La caída de los salarios, la carencia de trabajo y el hambre, agravados progresivamente, exasperaron los ánimos de la clase obrera. Se originaron violentos alzamientos. En Lyon, hacia noviembre de 1831, con la caída de

más de un millar de insurgentes. Luego en París -el 6 de junio de 1832- con la masacre en el claustro de Saint-Merry.

Un llamado "catolicismo liberal", seguidor del pensamiento del abate Lammenais, de Lacordaire y del conde de Montalembert  (cuyo periódico "L’ Avenir", el Papa  había condenado duramente en agosto de 1832) surgía sin cesar.

Las consecuencias de la crisis financiera repercutian duramente en todos los dominios transpirenaicos, cobrando mayor dramatismo en aquellos poblados cuyos recursos eran esencialmente más precarios.

Un conjunto de causas, además de las mencionadas hizo por fin que muchos habitantes del, hoy llamado "País Vasco-Francés", debieran dejar su tierra.

Aquí puede plantearse un interrogante:  Lo antedicho, ¿habría influido sustancialmente para hacer que sus padres dejaran el territorio galo?, ¿qué les motivó a dirigirse hacia Arizcun, al menos temporariamente?.

Las fuentes afirman: "En ocasión de un viaje de sus padres a España"[i], debió nacer -el padre Laphitz- en Arizcun, en el Valle de Baztan, al norte de la provincia de Navarra, el sábado 29 de setiembre de 1832. Bautizado al día siguiente, en la parroquia de San Juan Bautista, en el mismo lugar, con los nombres de Francisco Estevan[sic]  Angel; de su partida bautismal se deduce, eran sus padres, "inquilinos de Iturrelda".

"En día treinta de Septiembre del año de mil ocho cientos treinta y dos á las quatro[sic] y media de la tarde nació y el siguiente con licencia de mi el insfrascrito[sic] Rector de la Parroquia de San Juan Baup ta. del Lugar de Arizcun bautizó Dn. Juan Thomas de Iribarren Presbítero Beneficiado de la misma á Francisco Estevan[sic] Lapiz[sic] natural de este Lugar é hijo legitimo de Bernardo Lapiz natural de Irisarri en Francia la Baja Navarra, y de María Josefa Arriada natural de Arizcun, residentes en el mismo: Abuelos Paternos Pedro de Lapiz y Juana de Lartegui ambos naturales de dicho Irissari: Maternos Antonio de Arriada natural de Arizcun y María Estefanía de Echeverría natural de Echalar: fueron  Padrinos Francisco Lugarramurdi natural de Arizcun, y la citada María Estefanía natural del sobredicho Irisarri, a quienes advirtió el parentesco espiritual y obligaciones; y para que conste se hizo este asiento y firmamos". "Don. Juan Franco. de Iribarren, Rtor. Dn. Juan Thomas de Iribarren, Benefdo"[ii].
 

Pero su infancia transcurrió en Irissary[iii], una aldea sobre el afluente del Nive, a 35 kilómetros de Mauleón.

No  era Irissary una comunidad indiferente en orden a la fe cristiana. Varios años antes, existía una filial de las confraternidades del Sagrado Corazón de los Bajos Pirineos, que en otro tiempo había ganado incontables adeptos[iv].

Allí, donde la población no sobrepasaba de un millar de almas, ante el sagrado marco de una iglesia alzada en el siglo XVI, "niño, con sus rubios cabellos y su semblante sonrosado, que le asemejaban a un querubín, soñaba ya, como lo refería él mismo, en la intimidad, con la vida apostólica del sacerdote misionero"[v].

En Larresore y Bayona

Ya adolescente, "de una inteligencia despejada -según relata un cronista anónimo-, de un corazón grande y de un alma ardiente"[vi], supo dar respuesta a la Divina llamada al sacerdocio.

Para cursar humanidades ingresó en el seminario menor de Larresore. Un pequeño establecimiento, fundado dos décadas atrás, por monseñor David d’ Astros[vii] sobre la base material de un colegio del siglo XVIII.

"El pequeño seminario […] -escribe el padre Bourdenne, en 1877- estaba muy lejos de ser en aquel entonces lo que es hoy. La casa mal construida, sin recursos […] hallabase bien lejos de alcanzar la regularidad de una casa perfecta"[viii].

Al concluir "sus estudios preparatorios", fue admitido en el prestigioso seminario mayor de Bayona, donde cursó Filosofía, Derecho Canónico y Teología.

Entonces, Francia se veía sacudida por delicados problemas derivados de la situación política imperante. Primero la depresión económica de 1846 y 1847; luego la proclamación de la "II República", en 1848; y por ultimo, el golpe de estado, hacia diciembre de 1851, que llevó a la restauración de un "Segundo Imperio". Después de 1852, parecían nacer nuevas expectativas en algunos sectores sociales… Pero en Iparralde, continuaba -y en crecida- la inmigración.

A pesar de las luchas pasadas, de más de dos siglos, aún persistían pequeños rastros del antiguo jansenismo. Si bien no había -al menos visiblemente- grupos o alianzas, la doctrina tan defendida por Jean Duvergier de Hauranne, Antoine Arnauld, Blas Pascal y Pasquier Quesner, se mantenía latente.

El 2 de junio de 1855, el clérigo Laphitz, recibe las Ordenes Menores[ix]. En su corazón despunta su intimo deseo: dar luz sobre las amenazadas verdades de la fe.

Un decenio en el clero secular

Concluidos los estudios académicos, el obispo de la Iglesia particular de Bayona, monseñor François Lacroix, le extendió las licencias para recibir las Ordenes Mayores: el Subdiaconado, el 17 de mayo de 1856; y el Diaconado, el 20 de diciembre de 1856. Finalmente, el sábado 6 de junio de 1857, fue ordenado Presbítero[x].

Enseguida se le destinó como vicario a Saint-Etienne-de Baigorry, en la Baja Navarra; en cuyos campos, el general Dubouquet, había conseguido la victoria sobre los españoles, en la heroica gesta del 24 de setiembre de 1797.

Durante nueve años, "con todo el entusiasmo de su alma y toda la energía de su robusta naturaleza, se consagró al desempeño riguroso de sus deberes pastorales…"[xi].

Mucho menos permaneció como cura de Alçay, entre 1866 y 1867.

"Todavía -así se expresaba en 1905- recuerdan allí el celo y los triunfos de aquellas primeras jornadas de su vida sacerdotal. Con su trato exquisito y su caridad sin límites los ganó a todos para Dios"[xii].


[i] Ibídem, p. 7.

[ii] SAN MIGUEL GARICOÏTS, Manifiesto, 1838.

[iii] PEDRO FERNESSOLE, El Muy Reverendo Padre Augusto Etchecopar, Buenos Aires, FVD, 1949, p. 108.

[iv] Ibídem, p. 110.

[v] "Cet homme de lettre qui fut un grant homme d’ actión". MIEYAA, La vie…, t. III, p. 1329.

[vi] "No considero quien habla, pero aprovecho lo que él dice".

[vii] Cfr. MIEYAA, "Une gloire littéraire basque, Le Père François Laphitz", NEF, 1963, Nº 129, p. 146.

 

II. EN EL INSTITUTO DE BETHARRAM

¿Qué motivó al neo-presbítero Francisco Laphitz a ingresar a la vida religiosa, a través del Instituto de Betharram?. No se tiene noticias. Quizá si pudiera hallarse el petitorio formal que debió presentar a los superiores con ese objeto, ayudaría a dilucidar esta cuestión… Alguien, que al parecer, le conoció personalmente pretende explicarlo: "su amor a las almas necesitaba de un campo más ancho donde pudiera desplegarse más activo y más conquistador"[i].

En 1835, San Miguel Garicoïts, alentado por monseñor de Arbou, había dado vida a la Sociedad de Sacerdotes Auxiliares del Sagrado Corazón, en Betharram, dependiendo de la autoridad del Ordinario bayonés.

Pronto, la fama de aquella primera comunidad, inflamada del santo ardor de su fundador, se extendió hacia fuera de las fronteras diocesanas, despertando, vocacionalmente, el interés de "nuevos reclutas".

La invitación era diáfana: "consagrarse por entero mediante los votos, a la imitación de Jesús, anonadado y obediente, y a la tarea de lograr para lo demás una dicha semejante…"[ii].

La tarea de los misioneros es incesante. La elocuencia de su oratoria se hace oir en los púlpitos de las principales catedrales y parroquias del basto territorio. Son ponderados como eximios directores espirituales y eficaces educadores… Resuenan, por doquier, las correrías del padre Guimón, y la notable erudición del padre Barbé, primer sacerdote betharramita que abrazó también la enseñanza en los colegios.

El padre Laphitz, ingresa al noviciado de  la Sociedad del Sagrado Corazón, en setiembre de 1867; el mismo año lo hace el presbítero Arnaud Sallaber, quien será el amigo y hermano "al que tanto amó".

El padre Garicoïts había fallecido cuatro años antes, y la Obra atravesaba por duras pruebas. Monseñor Lacroix había designado superior al padre Juan Chirou, "bearnés vigoroso a la par que fino […] de trato, sustancialmente bueno, con hombría de bien espiritual y llena de cordialidad"[iii].

La comunidad aguardaba la autonomía -tan deseada por el fundador- es decir, dejar de ser institución diocesana, para serlo de derecho pontificio. Con lo cual, el obispo, no consentía.

"De ahí -escribe el doctor Fernessole- un malestar interior, que era absolutamente inevitable, de ahí ciertos disturbios y ciertas discusiones de que no podía librarse la mejor voluntad del mundo. Algunos súbditos, por otra parte muy contados, abandonaron la Sociedad; los demás aceptaron el régimen recientemente inaugurado; mas ese estado de cosas no podía dejar de crear un relajamiento del vinculo religioso, sin lograr sin embargo hacer mella en las buenas disposiciones esenciales de los espíritus y de los corazones"[iv].

Aún, frente a las tribulaciones, el sacerdote de treinta y cinco años, seducido por el carisma de Betharram, iniciaba el noviciado.

Cuenta, en la comunidad, con valiosos referentes; verdaderos maestros que supieron introducirlo en la profundidad de la rica espiritualidad betharramita. El padre Etchecopar, sin más, es el primero.

"Vie de saint Ignace et de saint François Xavier"

Su estancia en Betharram fue, por demás, provechosa. Llevado por la santidad de Ignacio de Loyola, y del gran apóstol de Oriente, Francisco Javier, publicó -hacia 1867- en idioma vascuence un estudio sobre ambos, con tan buen éxito que mereció ser llamado: "cet homme de lettre"[v].

El título de la obra es Bi hescualdun saindua bizia san Inazio Loiolakoa eta san Franses Zabierekoa. Prefiere no firmarla, mas opta por aconsejar: "Ne considère pas qui parle, mais profite de ce qu’il dit"[vi].

"La labor -afirma el padre Mieyaa- es una obra maestra de la literatura. El nuevo académico vasco de la Abadía de Belloc […], el Padre Javier Diharce, fue maravillado en su juventud por este libro, hoy único, y se tomó la molestia de copiarlo de su mano. El canónigo Laffitte lo presenta así: «Un día se me preguntó si había romanos en vasco, yo respondía que sí, pero que teníamos mucho mejores, porque está Lapitze[sic]: su obra está construida con una rara habilidad y se desarrolla, dramática, en un estilo fuerte, directo, carnudo, que sería necesario proponer a muchos escritores […]»…".

"El autor de la "Historia de la literatura vasca", Luis Michelena, -prosigue Mieyaa- en 1960, confirma este juicio, haciendo el elogio de «ese narrador hábil y vivo»…"[vii].


 


 

[i] PIERRE MIEYAA, La vie de Saint Michel Garicoïts, s.d., t. III, p. 1210.

[ii] Archivo de la Parroquia de San Juan Bautista, Arizcun (Navarra), Libro de Bautismos, año 1832, part. Nº 39.

[iii] Nécrologe de l´ Institut des Prêtres du S. C. de Jésus (de Betharram), juin 1911.

[iv] MIEYAA, La vie…, t. I, p. 284.

[v] In Memoriam, Padre Francisco Laphitz, París, Corbeil, Crété, s. f., p. 5.

[vi] Ibídem.

[vii] Entonces obispo de Bayona, mas tarde cardenal arzobispo de Tolosa. Este, alrededor de 1821, llamó a ejercer el profesorado en esa casa a Miguel Garicoïts y a Luis Eduardo Cestac, figuras gravitantes en la vida del padre Laphitz. Cfr. B. SARTHOU, Vida popular de San Miguel Garicoïts, Buenos Aires, F.V.D., 1947, pp. 19 y 21; P. BORDARRAMPE, Vida y virtudes del Venerable Luis Eduardo Cestac, Buenos Aires, Difusión, 1941, p. 33.

[viii] BASILIDE BOURDENNE, Vida y Escritos del Padre Miguel Garicoïts, Buenos Aires, Coni, 1909, p. 29.

[ix] Archive Historique de Rome, Congregation des Peres et Freres de Betharram, Registre Matricule Géneral.

[x] Ibídem.

[xi] In Memoriam, p. 6.

[xii] Ibídem, p. 6s.

III. HACIA EL RIO DE LA PLATA: MONTEVIDEO

Desde 1856, los Padres de Betharram se encontraban instalados en América del sur. Buenos Aires era el primer mandato fuera del continente europeo, arribando a instancias del obispo de esa Iglesia, monseñor Mariano José de Escalada Bustillos y Cevallos.

Pronto, emprendieron misiones por las parroquias de la ciudad de Buenos Aires, y por el interior de la diócesis (Dolores, Chascomús, Ranchos, Mercedes, Luján, Chivilcoy, Navarro, Lobos y Cañuelas); fundaron el Colegio San José (1858); y respondieron al llamado del presbítero Jacinto Vera[i] (1813-1881), vicario apostólico de Montevideo[ii], en 1861, para la asistencia espiritual de los vascos, y la construcción de una iglesia para esa colectividad[iii].

A poco de realizar su primera profesión[iv], el padre Laphitz es enviado a Sudamérica. El destino: Montevideo.

Allí, el padre Juan Bautista Harbustanne, trabajaba denodadamente en la construcción del templo, solo proyectada; y bregaba por la enseñanza de los niños. A pesar de su edad (contaba sesenta años) no claudica… Se lanza a viajar a su patria, cuanta vez se lo requiera.

Ha encontrado en el padre Laphitz un colaborador eficiente. Lo secundan, además, los padre Irigaray, Souverbielle, Serres, Saubate, Peré, y el hermano Rafael; de los cuales, los últimos cinco ejercían la docencia en el colegio, abierto el 1 de octubre de 1867[v].

"Encargado de la evangelización del Cerro, población obrera, -confirma Mieyaa, sobre Laphitz- trepa por sus laderas, penetra en los ranchos miserables, consuela a los enfermos, catequiza a los niños, celebra misa y administra los sacramentos"[vi].

Ya en 1869, se había logrado adquirir la residencia para el colegio; que, el año anterior, contaba 126 alumnos.

Los logros, sin cuestión, eran importantes. La construcción del templo "de los vascos", retomada en abril de 1867, por el maestro de obra Juan Llando, sobre un proyecto del arquitecto François Rabut, había llegado a su fin… La Iglesia de la Inmaculada Concepción es inaugurada solemnemente, el 8 de diciembre de 1870.

El padre Francisco, por su parte, continúa su apostolado en la Villa del Cerro, en los suburbios de Montevideo. Su celo es tal que, en poco tiempo, logra construir una bella capilla, casi sin recursos.

No desatiende la educación elemental de los niños, ni la extensión del Evangelio fuera de Montevideo: "abrió escuelas para la educación cristiana de la niñez y con frecuencia salía a dar misiones por diversos puntos de la campaña oriental"[vii].

A más, es el filial director espiritual y consejero de Tomás Gomensoro (1810-1900), presidente provisional de aquella república entre 1872 y 1873[viii].

El 13 de enero de 1873, luego de un viaje a Francia, moría el padre Harbustan, a la sazón delegado del superior general en América. En consecuencia, deberá ser proseguida el padre Laphitz, como superior de la comunidad, parte de la tarea dejada por aquél en la Obra.

La fraternidad de sus hermanos en la fe, y el amor de los menesterosos, a los que llevaba consuelo, le incitarán a continuar sin desmayos. 



[i] Nombrado vicario apostólico del Uruguay, el 4 de octubre de 1859, fue consagrado obispo titular de Megara, el 16 de julio de 1865. Cfr. JUAN FAUSTINO SALLABERRY, "Correrías Apostólicas de Don Jacinto Vera", Academia Nacional de la Historia, IIº Congreso Internacional de Historia de América, Buenos Aires, 1938, t. III, p. 361.

[ii] Entonces, el Vicariato Apostólico de Montevideo, pertenecía a la jurisdicción diocesana de Buenos Aires. Así, hasta el 13 de julio de 1878. Cfr. JUAN VILLEGAS, "La erección de la Diócesis de Montevideo. 13 de julio de 1878", La Iglesia en el Uruguay, Cuadernos del Itu, Nº 4, Montevideo, Instituto Teológico del Uruguay, 1978, pp. 220-264.  W. H. KOEBEL, Enciclopedia de la América del Sur, Buenos Aires, Cía. Anon. Anglosuramericana de Publicaciones, s. f., t. III, p. 1299ss.

[iii] BASILIO BOURDENNE, El Beato Miguel Garicoïts, Pau, s. e., Imprimerie Catholique, 1922, p. 61.

[iv] Las profesiones de Votos perpetuos, se registraron recién el 29 de marzo de 1876; y en agosto de 1878. Cfr. Archive Historique de Rome, Congregation des Peres et Freres de Betharram, Dossier personel du p. François Laphitz, doc. 2080.

[v] MIEYAA, La vie…, t. III, p. 1320.

[vi] Idem, El Beato…, p. 355s.

[vii] VICENTE OSVALDO CUTOLO, Nuevo Diccionario Biográfico Argentino (1750-1930), Buenos Aires, Elche, 1975, t. IV, p. 71. Entre 1869 y 1874, el obispo Vera, efectuó varias misiones a distintos puntos de su vicariato, Se estima, haya sido acompañado -en algunas- por el padre Laphitz (Cfr. SALLAVERRY, loc. cit., p. 371).

[viii] Cfr. NEF, Nº 43, 1956, p. 295.

 

IV. BUENOS AIRES. EL ENVÍO DEFINITIVO

En la primavera de 1874, por asuntos particulares, el padre Laphitz viaja a Francia; permaneciendo allí poco menos de un año. Para entonces, seguramente, el superior general le confía su nueva obediencia: la capellanía de la iglesia San Juan Bautista y del Monasterio Nuestra Señora del Pilar, de Monjas Clarisas.

Tras la muerte del padre Pedro Sardoy[i], la titularidad de la misma había quedado  vacante[ii]. Ante ello, monseñor León Federico Aneiros, arzobispo de Buenos Aires, designó  en su lugar al padre Laphitz quien, desde hacía poco tiempo, se encontraba en Buenos Aires.

El contexto social, entonces, presenta un panorama poco alentador. La economía nacional está en crisis y ha llevado a la reducción del presupuesto. Los sueldos eran rebajados un 15 % y las cesantías de empleados se incrementaban paulatinamente, además de los atrasos en el pago de salarios a maestros y dependientes de la administración pública. En algunas regiones del interior la condición de vida era insostenible… Casi el 80 % de la población general, era analfabeta.

Sin duda, sobre aquella realidad estaba puesta la mirada del sacerdote; no escapaba a sus preocupaciones, ni a sus plegarias: enfatizará primero, en la asistencia espiritual-sacramental de los pobres y, más aún, de los inmigrantes vascos.

La capellanía de San Juan

Desde las primeras horas, el nuevo capellán demostró "temperamento ardiente, espíritu sagaz y emprendedor". Cada jornada, comenzaba y concluía con igual dinamismo.

Casi de madrugada, a las cinco en punto, acudía al confesionario para recibir a los primeros que llegaban para buscar su palabra amena, en el Tribunal de la Penitencia.

Es el director de fe de un nutrido conjunto de feligreses, miembros de la aristocracia porteña. Familias de acomodada posición le escogieron como su consejero, y los más necesitados pudieron encontrar refugio en su mística piedad. Se cuenta que: así en los fieles, como en las religiosas -de las que fue confesor por espacio de quince años- "dejó profundas huellas en las almas que encaminó a la perfección"[iii].

Desde el púlpito atraía la atención de los intelectuales y académicos, quienes seguían con interés sus sermones. "Sus predicaciones doctrinales y amenas, su celo apostólico, sus dotes sacerdotales, determinaron una fuerte corriente de piedad"[iv].

Frecuentemente, como sus hermanos de comunidad, recibían las consultas de personalidades prominentes en la sociedad. El mismo doctor Nicolás Avellaneda, aún siendo presidente de la República, frecuentaba la iglesia San Juan Bautista, desde su residencia de Moreno y Piedras[v].

"A él [el padre Laphitz] se deben -refiere una monja anciana, en 1920- la mayor parte de las reparaciones de la Iglesia, porque su carácter emprendedor lo ponía a disposición de comenzar […] cuanto su imaginación le mostraba de hermoso para la casa de Dios… Para él nunca fue inconveniente la falta de dinero, diciendo con la mayor seguridad: «Es lo que menos me preocupa» «No pienso sino en empezar» y, como era grande su fe, fueron igualmente grandes las limosnas que de todas partes recibía"[vi].

Más adelante agrega que, "la Iglesia era su delirio, viéndose rebosar de jubilo cuando se paseaba en medio de los atronadores golpes de alguna obra que se hacía en ella, diciendo graciosamente, cuando las monjas se quejaban del ruido: «¡Bah!… eso es para mí una melodía»"[vii].

Procuró hacer reformar y dorar el altar mayor. Adquirió nuevas imágenes y ornamentos que resaltaron la majestuosidad del retablo principal.

La ampliación de las dimensiones de la sacristía, y el cambio -en 1885- del piso de baldosas por el de mosaicos, se contaron entre las transformaciones edilicias que orientó. A ellas se suman, las pinturas de la bóveda, y los vitrales decorados fijados en las ventanas altas… Mas, fueron reacondicionados los antiguos confesionarios, y enriquecido "el ajuar del culto con hermosos vasos sagrados, con una riquísima custodia y candelabros artísticos".

 Adquiridas por la contribución popular, entronizó dos bellas estatuas: de Cristo, sobre la fachada del templo; y de Santa Clara, en el centro del patio de capellanes[viii].

En 1877, mandó descender del nicho principal del altar mayor, la antigua imagen de Jesús Nazareno, para colocarla cerca de la puerta lateral, a calle Piedras. Con esto, lo ponía "al alcance de la devoción del pueblo" logrando, en poco tiempo, reanimar la cofradía, erigida el 31 de octubre de 1772.

Se ocupó personalmente de la preservación del histórico tapiz de Flandes, sobre "La Adoración de los Reyes", del siglo XVII, que se exhibía en el presbiterio del templo. Alrededor de 1890, promovió su restauración, le colocó un marco y -según el doctor Udaondo- "fue quien le dio verdadero aprecio a la valiosa obra de arte"[ix].

Durante el mandato del padre Laphitz como superior, formaban parte de la comunidad, los padres Fernando Salabert[sic], Enrique Cescas, León Buzy, Román Descomps y Carlos Sampay, cuyos talentos no bastaría varios voluminosos libros para describir[x]. 

Las hermanas Dominicas de Albi

Durante su estadía en la República Oriental, se constituyó  decidido protector y consejero de las Dominicas Terciarias de Santa Catalina de Sena, que contaban con casa allí.

Esta familia religiosa de origen francés, y "vida fraterna apostólica en la cual el anuncio del Evangelio debe proceder de la abundancia de la contemplación", fue fundada por la madre Gerine Favre, el 1 de agosto de 1852.

"Se había establecido en Montevideo -explica el padre Bruno- en 1874; y desde allí, merced a los empeños del bayonés padre Laphitz, cuatro religiosas pasaron el año siguiente a Buenos Aires para la primera fundación, que fue un asilo de huérfanos y de ancianos en San José de Flores…"[xi].

Un lustro después, estando consolidada también la comunidad de San Juan de Cuyo, crease un colegio de Buenos Aires, "en el entonces incipiente pueblo de Almagro, por los afanes siempre del padre Laphitz". Inaugurado "el 1º de marzo de 1879 bajo la protección de Nuestra Señora del Rosario. El ulterior 7 de marzo se bendecía la piedra fundamental del edificio, y ya el 30 de agosto lo ocupaban las religiosas"[xii].



[i] El padre Sardoy fue primer capellán betharramita de la iglesia y monasterio anexo, por designación de monseñor  de Escalada, en 1862. Su muerte acaeció el 5 de junio de 1875, debiendo sucederle, interinamente, el padre Dulong. Cfr. "La Obra del Beato Miguel Garicoïts en Sud América", F.V.D., Buenos Aires, año XV, Nº 174, ed. especial, octubre de 1935, p. 398s.

[ii] Sin dudas el Ordinario local aguardaba la designación del padre general.

[iii] "La Obra del Beato…", loc. cit., p. 399.

[iv] Ibídem.

[v] Cfr. B. SARTHOU, Historia Centenaria del Colegio San José de Buenos Aires (1858-1958), Buenos Aires, F.V.D., 1960, pp. 255 y 281.

[vi] Archivo Provincial Betharramita, Buenos Aires, Documentos sobre la Iglesia San Juan, copias de Dos cuadernos de apuntes de una monja anciana a modo de memorias (existentes en el Archivo del Monasterio Nuestra Señora del Pilar), Mn.1920, cuad. I, p. 229ss.

[vii] Ibídem.

[viii] Ibídem, p. 230 y cuad. II, p. 172. Cfr. ENRIQUE UDAONDO, Antecedentes Históricos del Monasterio de Ntra. Sra. del Pilar de Monjas Clarisas…, Buenos Aires, s. e., 1949, p. 95.

[ix] En viaje por Europa, el padre Laphitz, "se informó de la procedencia del tapiz y conversó con técnicos sobre la importancia de la tela". Cfr. UDAONDO, op. cit., p. 66.

[x] Cfr. UN CAPELLAN DE LAS CLARISAS, Vida Popular de Santa Clara de Asís, Buenos Aires, s.d., p. 234.

[xi] CAYETANO BRUNO, Historia de la Iglesia en la Argentina (en adelante, H.I.A.), Buenos Aires, Don Bosco, 1976, t. IX, p. 490.

[xii] Ibídem, p. 491.

V. EN ASUNCION DEL PARAGUAY: ¿LLAMADO A SER OBISPO?

Como producto de la guerra (1865-1870), que enfrentó los ejércitos oriental, brasileño y argentino, con el de la República del Paraguay, este país debió soportar una grave crisis social, política y económica… Había perdido las tres cuartas partes de la población; gran número de empresas estatales eran dadas en prenda a manos europeas; y debía soportar las presiones pseudo-proteccionistas de las fuerzas aliadas, de cuya ocupación pudo liberarse recién en junio de 1876, en parte, gracias a la exitosa misión diplomática del general Mitre[i]. Comprensiblemente, ante tamaña realidad, "el orden político no podía asentarse", estallando tres revoluciones, entre 1873 y 1874[ii].

La misión del presbítero Espinosa

La Iglesia atravesaba una no menos ruinosa situación[iii]. Sólo 33 sacerdotes sobrevivieron, de más de un centenar que formaban el clero paraguayo al comenzar la guerra. El mismo obispo, monseñor Manuel Antonio Palacio, fue ejecutado, en diciembre de 1868, acusado de "traición a la Patria"… A partir de entonces, la Iglesia quedaba "sin cabeza jerárquica visible"[iv].

El 30 de mayo de 1874, moría monseñor Manuel Vicente Moreno, administrador apostólico de la Diócesis. Diecinueve días antes, nombró su propio sucesor en la persona del presbítero Fidel Maíz[v], con el título de "administrador ad interim"[vi].

Aunque el Estado reconoció -el 2 de julio de 1874- su designación; la Santa Sede, "declaraba que era inválida por tratarse de un excomulgado"[vii].

Resultaría complejo explicar los acontecimientos que motivaron la supuesta "excomunión" del padre Maíz y, de suyo, excede los límites de este relato.

 Recién, el 25 de julio de 1877, el padre Maíz presentó su dimisión[viii].

A esa altura, con la finalidad de dar solución al conflicto que acarreaba la acefalía de aquella Iglesia, el arzobispo de Buenos Aires, por solicitud del Internuncio de Río de Janeiro, monseñor Cesar Roncetti, envió a Asunción al secretario de la Curia, presbítero Mariano Antonio Espinosa[ix].

El séquito, que acompañó al padre Espinosa, lo integraba el presbítero Marcial Alvarez, joven sacerdote, ordenado un par de años antes, quien servía de secretario; y el padre Francisco Laphitz, seguramente designado por pedido del arzobispo.

"La envergadura cultural y religiosa del P. Laphitz -coincide el padre Alonso de las Heras- era reconocida en toda Argentina. Así no fue casualidad su elección para la delicada misión del problema eclesiástico en Asunción"[x].

Habrían partido de Buenos Aires, en febrero de 1877, permaneciendo en Asunción hasta principios de mayo del mismo año.

Por aquel entonces,  Juan Bautista Gill, ministro de Hacienda del gobierno de Rivarola, era presidente de la República. Muerto trágicamente en abril, le siguió Higinio Uriarte.

Los afanosos intentos del presbítero Espinosa por proveer de un pastor legítimo, no llevaron a soluciones prácticas; aunque, "contribuyó mucho con su relevante celo y prudencia a evitar el cisma en aquella Iglesia".

"Mientras tanto, -expone el doctor Avellá Cháfer en su brillante monografía- los sacerdotes llegados de Buenos Aires dan misiones al pueblo, catequizan, procuran con todos los medios que la vida cristiana vuelva a florecer en aquel maltratado país. Pero tienen en su contra el hecho de pertenecer a una de las naciones signatarias de la Triple Alianza. Esto quiere decir que en su obra evangelizadora tropezaron con la ojeriza y malquerencia del pueblo vencido"[xi].

La misión de monseñor Di Pietro

El 8 de mayo de 1877, el presbítero Espinosa, envió a Roma un detallado informe, exponiendo cuanto se refería e esa misión.

El 31 de diciembre, la Santa Sede designó a monseñor Angel Di Pietro, arzobispo titular de Nacianzo, como Delegado Apostólico para Argentina, Paraguay y Uruguay, buscando dar definitiva  resolución a la "cuestión religiosa" en tierra guaraní.

El gobierno argentino lo reconoció oficialmente el 12 de agosto de 1878. Al año siguiente aún se encontraba en Asunción.

Traía como secretario al presbítero Antonio Sabatucci, quien lo había sido antes del arzobispo Marino Marini, en Roma.

Monseñor Di Pietro, "llamó al Padre Laphitz para que ejerciera el ministerio eclesiástico entre las familias paraguayas, dejando éste, en los hijos de la Asunción, un recuerdo de veneración profunda por su virtud y sentimientos sinceros…"[xii].

Gran parte del clero le conocía y estimaba. A pesar de las dificultades, su presencia, entre ellos, resultaba simpática.

"El P. Laphitz se compenetró enseguida con el problema, tanto nacional como religioso, y se granjeó las simpatías de clérigos y gobernantes"[xiii]. Recorrió varias parroquias y misionó en gran parte del  magullado suelo.

Se puede afirmar que, la gestión concreta del Enviado Extraordinario monseñor Di Pietro concluyó cuando, el 19 de octubre de 1879, consagró obispo al presbítero Juan Aponte, preconizado para la Diócesis del Paraguay por el Papa León XIII[xiv].

¿Llamado a ser obispo?

Curiosamente, en un párrafo del obituario dedicado al padre Laphitz en "La Nación", al día siguiente de su muerte, se expresa: "En el año 1875[sic] acompañó al entonces monseñor Di Pietro en la obra de pacificación del Paraguay; y la iglesia y las autoridades civiles le ofrecieron el gobierno de aquella diócesis, que su modestia rehusó terminantemente".

En igual ocasión, la publicación oficial de la Curia de Buenos Aires, tomando la información de "El Pueblo" escribe, al parecer con el mismo sentido: "Una vez en la Asunción le fue ofrecido un alto cargo en el gobierno de la diócesis, que lo declinó sin vacilar"[xv] .

También, el padre Alonso de las Heras, en su acreditada obra, tantas veces citada, sostiene que "en los mil pormenores del espinoso asunto se hablaba de una autoridad episcopal para el Paraguay, independiente de Buenos Aires", y añade, "el nombre que surgía, insistentemente, era el del extraordinario betharramita… Seguramente el entusiasmo iba mas allá de las conveniencias. El P. Laphitz, modestamente, declinó el cargo…"[xvi].

¿Un alto cargo en el gobierno de la diócesis? ¿Una autoridad episcopal para el Paraguay?.  No ha podido hallarse en Argentina, ninguna constancia oficial que acredite que el padre Laphitz haya sido propuesto para cuanto se expresa.

Es indudable. La actuación del padre Laphitz en aquellas tierras durante la misión con el doctor Espinosa debió ser prolija y destacada. Pues, el mismo arzobispo Di Pietro, le otorgó toda su confianza, haciéndolo parte de su legación; y contaba, asimismo, con la simpatía de monseñor Aneiros y del clero porteño.

Quizá -no es probable- su nombre surgía a la hora de fundamentar que esa Sede debía ocuparla un extranjero. Tal alternativa era sostenida por fray Fidelis María de Abola[xvii], cercano a la internunciatura fluminence.

Después de todo, aunque el padre Laphitz hubiera sido elegido para esa dignidad, resultaría difícil pensar que el gobierno, reservado por el Derecho de Patronato,  hubiera otorgado el  exequatur. La Constitución sancionada en 1870, en su artículo tercero, establecía que el jefe de la Iglesia debía ser paraguayo.



[i] Cfr. ARMANDO ALONSO PIÑEIRO, La misión diplomática de Mitre en Río de Janeiro - 1872, Buenos Aires, Institución Mitre, 1972, p. 95s.

[ii] RICARDO LEVENE (et. al.), Historia de América, Buenos Aires, W. M. Jackson, 1941, t. IX: "América Contemporánea", p. 264.

[iii] Una perspectiva de aquella realidad trae: MARGARITA DURÁN, De la Colonia al Vaticano II. Historia de la Catequesis en el Paraguay, Bogotá, CELAM, 1987, pp. 57 y 60.

[iv] SECUNDINO NUÑEZ, "Evangelización en los 25 años de postguerra (1870-1895)", La Evangelización en el Paraguay. Cuatro siglos de Historia, Asunción, Loyola, 1979, p. 178.

[v] Había participado, junto al presbítero Justo Román, como "fiscal de sangre", en el juicio -seguido por el Mariscal Solano López Sánchez- contra el obispo Palacios. Además, había protestado contra la Bula Pontificia del 5 de marzo de 1865, que elevaba a arquidiócesis la Iglesia particular de Buenos Aires, haciendo sufragánea de esta a la del Paraguay, en pleno conflicto bélico.

[vi] NUÑEZ, loc. cit., p. 181.

[vii] FRANCISCO AVELLÁ CHÁFER, Mons. Dr. Mariano Antonio Espinosa. Primer Obispo de La Plata. 1844-1900, La Plata, 1998, p. 121.

[viii] NUNEZ, loc. cit., p. 183.

[ix] Mas tarde primer obispo de La Plata, y cuarto arzobispo de Buenos Aires. Amigo y confidente del padre Laphitz.

[x] CÉSAR ALONSO DE LAS HERAS, Historia del San José, Asunción, Junta de Exalumnos del Colegio San José, 1997, t. I: "Los primeros 50 años", p. 9.

[xi] AVELLÁ CHÁFER, op. cit., p. 126.
[xii] In Memoriam, p. 10.

[xiii] ALONSO DE LAS HERAS, op. cit.

[xiv] NUÑEZ, loc. cit., p. 184.

[xv] "Revista Eclesiástica del Arzobispado de Buenos Aires" (en adelante, R.E.A.B.A.), año V, Buenos Aires, Buenos Aires, Escuela Tipográfica del Colegio Pío IX,  1905, p. 953.

[xvi] ALONSO DE LAS HERAS, op. cit., p. 95. Sugiere pensar que en todo el contenido, alude a la misión de Di Pietro, y no a la de Espinosa, aunque también cita al padre Alvarez.

[xvii] Capuchino. De origen napolitano, fue capellán castrense de las fuerzas aliadas en Asunción,  y Vicario Foráneo Apostólico Interino de la Diócesis del Paraguay, entre 1869 y 1873. Cfr. NUÑEZ, loc. cit., p. 178.

 

Segunda Parte:  EL MISIONERO

 

VI. EN LA PROVINCIA DE BUENOS AIRES

"Euntes autem praedicate, dicentes: Quia appropinquavit
regnum  caelorum… Nolite possidere aurum , neque argentum,
neque pecuniam  in zonis  vestris : non peram in via, neque
calceamenta , neque virgam: dignus enim est operarius cibo suo"
(Mt. 10, 7. 9-10).

La notable fama del gran misionero, reconocida en Francia, Uruguay y Paraguay, pudo apreciarse de igual forma en estas tierras.

En efecto, visitó numerosos fieles e infieles de varios partidos y parroquias bonaerenses, "acompañando a Mons. Aneiros y a Mons. Espinosa en diferentes misiones, de cuyos celos les quedan [se afirma en 1905] admirables ejemplos de abnegación, de ciencia y de caridad"[i].

De hecho, la realización de aquellas misiones no eran asunto sencillo. Le cupo soportar duras pruebas, en poblaciones hostilizadas, ya no por los malones, mas ahora por las corrientes liberales, y el pensamiento filosófico positivista de Comte, Spencer y Mill, introducido en América.

El decenio 1880-1890, no en vano llamado "década laicista", se caracterizó por fuertes choques entre la Iglesia y el Estado, a raíz de los afanosos intentos de éste por secularizar la educación pública, primero, y el matrimonio, después.

Los efectos de las "nuevas ideas", se percibirán por largo tiempo, después del ’90: en 1902, un frustrado proyecto de ley de divorcio[ii].

Una dimensión acabada de las tribulaciones que soportaban los misioneros, después de la sanción de las Ley de Matrimonio Civil, la da el presbítero Espinosa en un informe acerca de una de sus visitas canónicas:

"Muchos mas [matrimonios] hubieran podido realizarse ahora si la nueva ley del llamado matrimonio civil no hiciera moralmente imposible el matrimonio en esas poblaciones fronterizas donde nunca ha habido registros parroquiales y donde se encuentran pobres paisanos […] que ni siquiera saben  donde han nacido y otros que no pueden, por falta de medios, trasladarse a los pueblos de su nacimiento a buscar sus partidas de bautismo, ni tienen quien se las procure. El corazón del misionero se parte de dolor al ver esos infelices venir desde tantas leguas a la misión con la esperanza de poder casarse, como antes,  en el día […] y tener que volverse tristes y abatidos ya por no tener los documentos que la ley civil les exige, ya por no poder permanecer por falta de medios… Si esto sucede con los paisanos, fácil es comprender lo que sucederá con los pobres indios"[iii].

La Sociedad de San Francisco Solano

Antes de proseguir este relato, cabe consignar breves referencias sobre la Sociedad de San Francisco Solano, llamada "de las Misiones", de la cual -el padre Laphitz- fue vicedirector[iv].

Esta asociación piadosa, cuyo objeto era "sostener las Misiones Permanentes en esta Arquidiócesis", surgió el 25 de junio de 1882, por iniciativa de Aniceta Cantilo de Fernandez, quien recogía una idea de Manuela Inchaurregui de Ortega.

De la reunión fundacional, efectuada en  casa de la señora de Fernández -en México al 522, Buenos Aires-,  con la asesoría del padre Jorge Enrique Révellière, superior de los lazaristas, participaron: Rafaela E. de Benedit, Carmen B. de Somosa, Rafaela S. de Sánchez, Aurora P. de Olascoaga, Deidamia González, Luisa Revodero, Juana Arregui, María Baró, Dolores Rodé, Rufina Olivarez, Matilde F. Igón, Manuela Olascoaga y Eloisa F. de Girand[v].

El deseo de las damas era que los padre lazaristas efectuaran las misiones, pero el padre superior -en las reuniones del 12 y del 26 de agosto del mismo- explicó que para ello no disponía de suficientes misioneros.

En consecuencia, buscaron contactar otras comunidades religiosas. El 28 de noviembre, designaron director al presbítero Mariano Antonio Espinosa, provisor y vicario general del Arzobispado[vi], quien, a fines del mes siguiente, exponía que el arzobispo "en compañía de los RR. PP. Don Francisco Laphitz y P. Aguilar iban a salir a dar una Misión a San José de Balcarce"[vii].

Un par de meses mas tarde, "se hizo saber que los RR. PP.  del  Sagrado Corazón de Jesús, Sres. Don Fco. Laphitz, R. P. Sampay y R. Descomps, estaban decididos para salir a dar misión a Chivilcoy…"[viii].

Así, se logró la vinculación con los religiosos betharramitas, de la Capellanía de Monjas Clarisas. El 6 de noviembre de 1884, comienzan a realizarse las reuniones en la "Biblioteca de los Padres de San Juan", en la calle Alsina y Piedras.

Desde enero de 1886, por recomendación del director Espinosa, cada día de reunión, se realizaba plática y bendición, "para de este modo, levantar el espíritu de la sociedad". La primera conferencia estuvo a cargo del padre Goter, redentorista; y las restantes, por varios años, fueron predicadas por el padre Laphitz, en el templo de la sobrecitada comunidad, lugar donde se llevaban a cabo las ceremonias.

"Las pláticas piadosas de este día […] -comenta un párrafo del acta de 12 de abril de 1889- se hicieron con la misma regularidad de los anteriores, debido en gran parte a la actividad y celo del R.P. Capellán D. Francisco Laphitz…"[ix].

No cabe duda, la sociedad en cuestión, encontró un verdadero adalid en ese humilde sacerdote de dotes magistrales. "Debemos -anotan las socias, en julio de 1889- nuestro agradecimiento a los Rs. Ps. de la Iglesia San Juan por el desinterés con que cooperan a nuestras funciones…"[x].

Durante mas de una década, la Sociedad de las Misiones, corrió con las gastos de cuanta misión ó visita pastoral, realizaron los prelados en la provincia de Buenos Aires[xi].

Con el Provisor Espinosa

En algunas de sus visitas apostólicas, el padre Laphitz, acompañó al presbítero Espinosa.

 A continuación, se da noticia sucinta de las misiones, según referencias que trae el estudio, ya citado, del padre Avellá Cháfer.

En noviembre de 1890, durante una misión de quince días  realizada en Rojas. También, se agregaron los padres Orriolo y Gualdo, de la Compañía de Jesús; el pasionista, padre Cayetano; el presbítero Silvestre Marugo, cura de Rojas; el presbítero Emilio Loza, de Pergamino; y el padre Manuel Seijas.

Llegaron a primera hora de la tarde y, pese al clima, fueron recibidos en la estación por las autoridades municipales y numeroso público. Celebraron 48 bautismos y 20 matrimonios; además de administrar 1657 confirmaciones y 2530 comuniones.

El doctor Espinosa bendijo y colocó la piedra básica para un nuevo templo, pues la iglesia que había consagrado monseñor Aneiros se había derrumbado en 1888.

El padre Laphitz, se ocupó de la enseñanza del catecismo[xii].

Entre abril y mayo de 1891, nuevamente asociado al provisor, se lo encuentra misionando en  Junín y en Colón.

"El sábado 25 de abril -refiere Avellá Cháfer- salieron de esta capital el vicario Espinosa con los PP. José Antillac, jesuita; Francisco Laphitz, bayonés; Edmundo Hill, pasionista; Victorio Loyódice, redentorista y el Pbro. Donato Rodríguez, teniente cura de San Nicolás de los Arroyos, que se desempeñaría como secretario de la visita canónica. El mismo día llegaron a Junín, donde los aguardaban  el cura párroco Pbro. Hermenegildo de la Pagola, las autoridades civiles, las escuelas y algunos vecinos… A la misión asistieron familias venidas de San Luis, Córdoba y Santa Fe, hasta de 40 leguas de distancia". Como "abundaron las confesiones de los hombres […] fue necesaria la cooperación de los señores curas de San Nicolás de los Arroyos […]; de Pergamino […]; y de Chacabuco…"[xiii].

"Los misioneros -continua-, antes de llegar a Colón pasaron por Rojas. En esta población […] dieron un  triduo con instrucciones catequísticas y sermones al pueblo".

"Continuaron después -prosigue Avellá Cháfer-, el viaje a Colón; doce leguas de camino. Aquí llegaron el sábado 9 de mayo (1891) y esa misma noche dieron comienzo a la misión en la pequeña capilla […] y, como no había casa parroquial, se albergaron en casas particulares de los católicos irlandeses… En la vigilia de Pentecostés tuvo lugar la comunión general de las escuelas y al día siguiente la de los adultos"[xiv].

Diez días después, partieron hacia Pergamino, permaneciendo tres días, para luego -al parecer- regresar a Buenos Aires.

De las misiones en esos cuatro puntos, resultaron: 159 bautismos, 3645 confirmaciones, 2312 comuniones y 58 matrimonios.

En mayo del año siguiente, el "Bayonés" padre Laphitz, se hallaba en Juárez[xv]. Asistía a monseñor Aneiros y a su vicario, el canónigo Espinosa, conjuntamente con los padre Antillac, jesuita; Loyodice y Alvarez, redentoristas y Savio, salesiano. En esta ocasión, el arzobispo bendijo el templo parroquial, consagrado a título de Nuestra Señora del Carmen[xvi].

EN LA DIÓCESIS DE LA PLATA

El 15 de marzo de 1897, el Papa León XIII, otorgó la Bula In Petra Cathedra, erigiendo la Iglesia particular de La Plata. Comprendía la provincia de Buenos Aires y la gobernación de La Pampa, desmembrados de la arquidiócesis de Buenos Aires…

Por Breve del 13 de febrero de 1897, fue designado primer diocesano, monseñor Mariano A. Espinosa, obispo titular de Tiberiópolis y auxiliar de Buenos Aires desde 1893[xvii].

A poco de tomar posesión de su sede, el obispo, buscó  emprender visitas  pastorales a distintas parroquias de su territorio jurisdiccional. Hasta mediados de 1900, poco antes de ser promovido arzobispo de Buenos Aires, el prelado predicó una veintena de misiones, en muchas de las cuales contó con la compañía de los religiosos de Betharram: padre Laphitz y -en distintas fechas- sus hermanos en religión, padres Domingo Mendiondo y Lorenzo Mendivil.

Con el padre Laphitz, solía visitar anualmente -aún antes de creada la diócesis-  los internos del reclusorio de Mercedes, "para prepararlos a recibir los Santos Sacramentos de la confesión y comunión anual, dándoles junto con el alimento espiritual de la divina palabra, el auxilio material de la ropa de abrigo…"[xviii].

Con motivo de la inauguración del Circulo de Obreros, en agosto de 1898, se encontraba el padre Laphitz, acompañando al Ordinario platence, en misión a Dolores, junto con los padres Aguilar, Mendivil y Mendiondo; el padre Martín de San Estanislao, pasionista; y el familiar Luis Fassanella. A estos se agregaron los presbíteros Delheye, cura de San Miguel, nacido en Dolores; Quintana, de Chascomús; Alberti, de Hinojales; Mouriño Freire, de Dolores; Conde, capellán del hospital; y el cura de Maipú.

El arribo de los misioneros es relatado por el propio obispo: "Precedidos por una banda de música, por entre la ciudad embanderada y en medio de los comerciantes que habían cerrado las puertas de sus establecimientos y que nos saludaban a la pasada, llegamos al atrio de la iglesia, coronado por un arco triunfal, cuyas letras decían: «Bendito sea el que viene en nombre del Señor». Allí nos esperaban las Hermanas de San José con sus niñas y el pueblo, que pronto llenó las iglesia…"[xix].

Inauguraron -el 21 de agosto- el Círculo de Obreros. Visitaron el hospital, atendido por la congregación de San Antonio de Padua; y la cárcel, administrando los sacramentos a los reclusos… Antes de regresar emplazaron una cruz de grandes dimensiones, como recuerdo de la visita y misión… El resultado: 84 bautismos, 1686 confirmaciones, 3325 comuniones y 70 matrimonios.

El 7 de noviembre de 1898, partió monseñor Espinosa para dar misión en Miramar. Integraban la comitiva, los padres Laphitz; Rafael Fanego, jesuita; Ambrosio, pasionista; el presbítero  Benito Barbarrosa, y el familiar Fassanella.

En la estación Mar del Plata, fueron recibidos por autoridades y vecinos y, al día siguiente almorzaron en la estancia "Chapadmalal", de Miguel Alfredo Martínez de Hoz. Ya en destino, predicaron, impartieron los sacramentos (28 bautismos, 466 confirmaciones, 166 comuniones y 30 matrimonios), e instituyeron el Apostolado de la Oración.

“La bendición, procesión y colocación de la Cruz, en medio del cementerio, coronó esta misión, siendo esta la primera procesión que allí se veía, lo que sin  dudas contribuyó a hacerla tan concurrida que, se cree que, muy raro sería el que dejó de asistir, disputándose con empeño los paisanos el honor de llevar sobre sus hombros el madero santo de la Cruz”[xx] .

Como se vio, el padre Laphitz tenia por frecuente visitar las cárceles, tanto en la Capital Federal como en el interior de la  provincia.

Amigo, confesor y director espiritual de las familias mas acaudaladas de la sociedad porteña, conseguía  ropa, azúcar, yerba, cigarrillos y otras limosnas, para repartir entre los presos.

En los últimos días de 1898 visitó, con el obispo, la cárcel de Sierra Chica: Respondiendo a la invitación del intendente municipal y del cura vicario -en la mañana del 24- arribaron a Olavarría, para oficiar el solemne Pontifical de Noche Buena. El pueblo -fundado en 1877-  tenía parroquia desde 1882, una de las veintiocho creadas en  el área provincial bajo el período de la consolidación nacional.

Formaban el grupo misionero, los padres Aguilar, de la Compañía de Jesús; Martín, de la Congregación de la Pasión; Miguel Colling, superior de los religiosos del Verbo Divino; el minorista Fasanella; y su sobrino, el subdiácono Francisco Raimundo Laphitz.

“La noche [...] -escribe monseñor Espinosa, refiriéndose al día 25- la dedicamos a celebrar el aniversario eternamente memorable del nacimiento del Redentor, y las autoridades y el pueblo que llenaban el espacioso templo, asistieron devotos al primer Pontifical que se celebraba en Olavarría...”[xxi].

Hacia la mañana siguiente, eran recibidos por el director Miguel Costa, en la penitenciaría de Sierra Chica. Allí celebraron la Santa Misa, predicaron y enseñaron la doctrina en varios pabellones. De 374 penados, 363 comulgaron  y 96 recibieron la Confirmación.

Antes de concluir la misión, obsequiaron imágenes, catecismos, vidas de santos, crucifijos y escapularios, donados por la Sociedad de San Francisco Solano, protectora de las misiones.

Casi dos años después, en septiembre de 1900, el padre Laphitz acompañó nuevamente al obispo  en misión a Mercedes. La ultima que -según se tienen datos-  hubieron de realizar juntos, poco antes de ser -monseñor Espinosa- promovido a arzobispo de Buenos Aires[xxii].

Así consta en la relación del prelado sobre aquella misión:

“Llegados a la estación [...] nos recibieron el señor Cura Vicario doctor don Justo A. Flores, el señor Intendente don Pablo Luengo, los Padres Paolotinos[sic] con su colegio y las Hermanas de la Misericordia, San José y San Antonio... Fuimos a pié hasta la iglesia parroquial con la multitud de pueblo, precedidos de la banda de música y de las niñas que arrojaban flores en nuestro camino, y llegados al templo dimos principio a la santa visita y misión.

“Los primeros días se dio contemporáneamente, la misión en la parroquia y en la penitenciaría...”, donde comulgaron 170 y confirmaron 40.

“A los auxilios espirituales -prosigue- hemos añadido los socorros materiales en limosnas [...] y toda clase de ropa proporcionada al R.P. Laphitz por familias piadosas de Buenos Aires.

“De la cárcel de hombres pasamos a la Casa de la Divina Providencia, en la que las Hermanas de San José tiene a las mujeres, las que en número de veintidós [...] se acercaron a la Sagrada Comunión, una contrajo el Santo Sacramento del Matrimonio, y seis se confirmaron”.

Hemos celebrado el Pontifical -continua mas adelante- el día de la Patrona de Nuestra Señora de Mercedes y hecho la Procesión de la Santísima Virgen...”

El resultado, por así llamarlo, de los doce días arroja: 70 bautismos, 2003 confirmaciones, 2730 comuniones y 96 matrimonios.

Al partir, el pueblo los acompañó “en masa hasta la estación, donde con sus aplausos, con sus vivas y hasta con sus lágrimas no cesaron de manifestar su afecto a los misioneros”[xxiii].



[i] "Boletín Eclesiástico de la Diócesis de La Plata" (en adelante, B.E.D.L.P.), año VII, Nº 21, La Plata, 2-XI-1905, p. 417.

[ii] CAYETANO BRUNO, La Década laicista en la Argentina (1880-1890). Centenario de la Ley 1420, Buenos Aires, Don Bosco, 1984, 168 pp. Cfr. ALCIBIADES LAPPAS, "La Masonería en la ocupación del Desierto", Revista Histórica, Instituto Histórico de las Organización Nacional, t. IV, Nº 8, Buenos Aires, enero - junio de 1981, pp. 173-216.

[iii] Archivo Curial de la Diócesis de Santo Domingo en 9 de Julio, Documentos de la parroquia de Santo Domingo de Nueve de Julio I,  leg. "Nueve de Julio", doc. 4. Informe de las Visitas y Misiones dadas en los Meses de Marzo, Abril y Mayo de 1889, en 9 de Julio, nueva[sic] Plata, Pehuajó y Trenquelauquen, Buenos Aires, 9-V-1889, f. 8.

[iv] ENRIQUE UDAONDO, Diccionario Biográfico Argentino, Buenos Aires, Institución Mitre, 1938, p. 559.

[v] Archivo Provincial Betharramita, Buenos Aires, Documentos de la Iglesia San Juan Bautista, Libro de Actas de la Sociedad de San Francisco Solano para Misiones permanentes en la Arquidiócesis de Buenos Aires, acta 1, ff. 2-6.

[vi] Ibídem, actas 3, 4 y 5, ff. 14-26.

[vii] Ibídem, acta 6, f. 28.

[viii] Ibídem, acta 8, f. 32.

[ix] Ibídem, acta 19, ff. 68-74.

[x] Ibídem, f. 86.

[xi] El Papa León XIII concedió, e esta asociación, las indulgencias el 8 de setiembre de 1888. También, lo hizo el arzobispo Aneiros, el 1 de mayo de 1890, un trimestre antes que le fuera otorgada la Personería Jurídica. Los estatutos habían merecido la aprobación de la Curia Eclesiástica, el 12 de julio de 1891.

[xii] AVELLÁ CHÁFER, op. cit., p. 172. Cfr. BRUNO, H. I. A., Buenos Aires, Don Bosco, 1981, t. XII, p. 186.

[xiii] Ibídem, p. 173s.
[xiv] Ibídem, p. 174s.

[xv] "En el […] censo levantado el año 1895 el partido de Juárez tenía una población de 2835 habitantes. Como industrias contaba con dos molinos a vapor y dos fábricas de cerveza; como servicios públicos, una oficina de registro civil y un servicio de mensajerías a Necochea, distante unos 132 kilómetros, y a Pringles a 125 kilómetros". Cfr. DOMINGO VILLAFAÑE, Anuario Buenos Aires, Buenos Aires, L. J. Rosso, 1907. p. 109s.

[xvi] AVELLÁ CHÁFER, op. cit., p. 180. Cfr. BRUNO, passim, p. 184.

[xvii] MANUEL SANCHEZ MARQUEZ, Historia de la Arquidiócesis de La Plata, Buenos Aires, Arzobispado de La Plata, 1978, Pr. 6s y 25s. Cfr. JUAN CARLOS ZURETTI, Historia Eclesiástica Argentina, Buenos Aires, Huarpes, 1945, p. 296.

[xviii] B.E.D.L.P., año I, Nº 7, La Plata, 5-I-1899, p. 98.

[xix] Informe del obispo a la presidenta de la Sociedad de las Misiones, agosto 29 de 1898. Ibídem, Nº 8, 19-I-1899, p. 114.

[xx] Idem., noviembre 16 de 1898. Ibídem, Nº 12,  16-III-1899, p. 114.

[xxi] Idem, diciembre 31 de 1898. Ibídem, Nº 17, 8-VI-1899, p. 258.

[xxii] Participaron, de esa misión, además, los padres Jorge Noeves, Guillermo Bittinger y Otón Robreskt, redentoristas; Martín y Pablo, pasionistas; Domingo Mendiondo, betharramita; y el presbítero doctor Pablo Lancello.

[xxiii] Informe del obispo a la presidenta de la Sociedad de las Misiones, s.f., B.E.D.L.P., 1900, p. 298s.

 

VII. OTRAS MISIONES EN LA CAPITAL

Por auto episcopal del 27 de diciembre de 1897, el arzobispo de Buenos Aires, monseñor Uladislao Castellano, designó al padre León Buzy - superior de la comunidad religiosa- , capellán del Monasterio de las Clarisas, en reemplazo del padre Francisco Laphitz.

Aunque se alejaba del superiorato de San Juan Bautista y de la titularidad de la capellanía, no lo hacía de la comunidad.

Continuaba su ministerio de confesor; visitaba los barrios humildes, llevando el auxilio material; colaboraba, como se dijo, en las misiones; y frecuentaba los salones de alguna asociación vasca, para departir amistosamente con sus coterráneos.

Según se tiene información documental, en el ultimo lustro de su existencia, efectuó cinco misiones a distintas parroquias en la ciudad de Buenos Aires.

En la parroquia de la Concepción

En abril de 1900, misionó catorce días en compañía de sus hermanos, padres Buzy y Mendiondo.

Gracias a las plausibles diligencias del cura párroco, presbítero Luis I. de la Torre y Zuñiga, mas de 500 niños recibieron diariamente  clases de catequesis; y un grupo de agentes pastorales visitaron 60 casas de inquilinato -en la jurisdicción parroquial- para enseñar la Doctrina.

Pudieron administrar los sacramentos a numerosos fieles, resultando 22 matrimonios, 3200 comuniones y varios bautismos de niños. Y, para que pudieran ganarse las indulgencias de aquel año jubilar, procuraron confesar, tanto a los adultos como a los niños de catequesis, “permaneciendo días enteros en el confesonario[sic]”[i].

En Balbanera

Los mismos sacerdotes, predicaron otra misión en la parroquia de Nuestra Señora de Balbanera, del 5 al 19 de mayo de 1901.

“Empezaron -según informa el presbítero Angel Brasesco, párroco rector- con 15 días de anticipación para hacer un llamamiento a los fieles, por medio de un opúsculo, del cual se repartieron 7000 ejemplares,  en el cual estaba expuesto el horario de la misión y la Pastoral de S.S.I [el arzobispo de Buenos Aires] sobre el Jubileo”.

“El R.P. Laphitz  explicó diariamente a los niños la doctrina, a la cual asistían termino medio 347 varones y 420 mujeres”, y añade que fue “un acto de mucha edificación y revistió gran solemnidad la renovación de las promesas del Bautismo, en que los fieles[...] pronunciaron con fervor la fórmula de la renuncia: la ternura fue la nota dominante de la consagración a la Ssma. Virgen, que, en esta misma ocasión el R.P. Laphitz hizo de los niños de la doctrina, y de los corazones de todos los fieles presentes; consagración que terminó con las conmovedoras armonías del «Oh María, Madre mía» con que todos [...] imploraron su amparo para la incesante lucha de la vida”[ii].

El segundo domingo después de Pascua, 28 niños recibieron la primera Comunión, y en una de las noches, el arzobispo Espinosa, visitó el templo.

El padre Mendiondo, a más de administrar los sacramentos, se ocupa de las pláticas doctrinales.

Por su parte, el padre Buzy, pronunció un elocuente sermón, el ultimo día de misión, concluyendo con el “acto de reconocimiento y consagración a Jesús, Rey inmortal”.

Dejaron como fruto:3681 comuniones, 476 de varones y  3205 de mujeres;  4 matrimonios;  y 3175 confesiones, 782 de varones y 2933 de mujeres.

En Palermo

Entre los días 2 y 16 de marzo de 1902, predicó misión en la capilla de Santa Catalina de Palermo, acompañado por los padres Rafael ( pasionista) y Mendiondo.

La Sociedad de la Santa Cruz, se ocupó de visitar los hogares, participando de los pormenores e invitando a la asistencia en los diversos oficios religiosos.

Comenzaban, cada jornada, a las 8:30 horas. con un sermón doctrinal. A partir de las 14, enseñaban el catecismo y pronunciaban el sermón para los adultos; al cual seguía, dos horas después, uno para los niños. Pasadas las 19, luego de rezar el Santo Rosario, concluían dando plática y sermón.

El 16, contaron con la presencia de monseñor Espinosa, “quien celebró los santos misterios y dirigió al inmenso auditorio una alocución llena toda de celo apostólico...”[iii].

Al buen éxito de la misión, se deben: 34 bautismos; 200 confirmaciones; 340 comuniones, de las cuales, 40 correspondían a niños que la recibían por vez primera; 400 confesiones y 12 matrimonios.

En San Juan Bautista

Dos grandes misiones dedicadas a la colectividad euskera se registraron, a principios de siglo,  en la propia iglesia de San Juan Bautista, donde el padre Laphitz era asistente desde 1898.

La primera, iniciada el 30 de junio se prolongó hasta el 7 de julio de 1901.

Cada día, a partir de las 19 horas, oficiaban el rezo del Santo Rosario, una plática, un sermón, y la bendición final con el Santísimo Sacramento.

La asistencia era numerosa. Ordinariamente llenaban la nave del templo, y comulgaban un promedio de 500 fieles.

Al concluir la ceremonia  que daba fin a la misión, entre los cánticos populares vascos entonaron el Wholde laren parc, con el cual juran guardar la fe, y defender y practicar la religión.

En el informe respectivo, el padre Buzy, afirma: “Grande ha sido nuestro júbilo, al presenciar con cuanta piedad, aquellos hijos de los Pirineos, escuchaban la palabra de Dios, predicada en su idioma, por los Padres Laphitz, Beluznce Ospital [sic], Salaberri y Mendiondo”[iv].

La otra, en junio de 1904, estuvo presidida por el propio padre Laphitz; quien, a pesar de su edad, mantenía vigor juvenil. De su puño y letra, consignó la información elevada a la Curia Eclesiástica:

“A S.E.R. Monseñor Mariano Antonio Espinosa, Arzobispo de Buenos Aires.
“Exmo. señor:
“Tengo el honor de comunicar a V.E.R. el informe de la misión predicada a los vascos, en la iglesia de San Juan, por los RR. PP. Laphitz, Mendiondo y Salaberry, del Corazón de Jesús, Ignacio Graey, de la Orden Benedictina y Bonifacio, Carmelita, con las siguientes distribuciones:
“A las 7 y 30 rosario y cánticos en lengua vascuence.
“A las 8 platica doctrinal.
“A las 8 y 30 sermón y bendición con el Santísimo.
“V.S.I. tuvo la bondad de presenciar una de esas distribuciones, el miércoles 15 de Junio, y de recordar a la colonia vascuence en una muy sentida alocución, las graves obligaciones de una vida cristiana y el deber sagrado de conservar siempre la fe, nunca desmentida de sus antepasados. Las palabras de S.S.I. quedarán por mucho tiempo gravadas en los corazones agradecidos de los oyentes.
“Durante la misión que había empezado el 10 de Junio, día del Sagrado Corazón, se distribuyeron mas de 600 comuniones de las cuales mas de 100 eran de hombres mayores de edad. Desde el primer día, la asistencia fue numerosa, llegando a cerca de mil el número de los vascos que asistían, y haciendo notar que muchos entre ellos venían de Barracas al Sur, Lomas de Zamora, Belgrano y Flores.
Se terminó la misión el día 19con la bendición Papal y la bendición con el Santísimo. La señora Florencia Peña hizo distribuir a los vascos ochocientas medallas, conmemorativas de la Misión. La Sociedad de San Francisco Solano les repartió 700 estampas y 184 rosarios, contribuyendo también con dinero a sufragar los gastos de la misión.
“Dios guarde muchos años a V.E.R.”
“FRANCISCO LAPHITZ”

“Buenos Aires, 29 de Junio de 1904” [v].

ADDENDA

Quedan suprimidos, forzosamente, algunos apartados del texto original, que podrían considerarse imprescindibles al tener en cuenta  la biografía del padre Laphitz: Su perfil intelectual, los rasgos de su espiritualidad, la cooperación que prestó a la congregación de hermanas Dominicas de Santa Catalina de Sena,  entre otras.

Además,  ha debido quitarse el capitulo referente a la fundación de la asociación Conservación de la Fe, y de la sociedad Euskal Echea, a cuyas obras dedicó los últimos años de su vida;  hasta su deceso acaecido en Buenos Aires, el 25 de octubre de 1905.

Por otra parte, al menos, quizá pobremente, van reseñadas las misiones en que el sacerdote vasco-francés tuvo intervención, que intentan ser el objeto central, por así decirlo, de este trabajo.


[i] R.E.A.B.A., año I, 1901, t. I, p. 312.

[ii] Ibídem, p. 389.

[iii] Ibídem, año II, 1902, t. II, p. 597.

[iv] Ibídem, año I, 1901, t. I, p. 627.

[v] Ibídem, año IV, 1904, t. IV, p. 695.

 

EL SENTIDO CRISTIANO DE LA HISTORIA

EL SENTIDO CRISTIANO DE LA HISTORIA

EL SENTIDO CRISTIANO DE LA HISTORIA
* Por Don Próspero Guéranger.
 
Lo sobrenatural en la historia
Así como para el cristianismo la filosofía separada no existe, así también, para él no hay historia puramente humana. El hombre ha sido divinamente llamado al estado sobrenatural; este estado es el fin del hombre; los anales de la humanidad deben ofrecer su rastro. Dios podía dejar al hombre en estado natural; plugo a su bondad el llamarlo a un orden superior, comunicándose a él, y llamándolo, en último término, a la visión y la posesión de su divina esencia; la fisiología y la sicología naturales son pues impotentes para explicar al hombre en su destino. Para hacerlo completa y exactamente, es preciso recurrir al elemento revelado, y toda filosofía que, fuera de la fé, pretenda determinar únicamente por la razón el fin del hombre, está, por eso mismo, atacada y convicta de heterodoxia. Sólo Dios podía enseñar al hombre por la revelación todo lo que él es en realidad dentro del plan divino; sólo ahí está la clave del verdadero sistema del hombre. No cabe duda de que la razón puede, en sus especulaciones, analizar los fenómenos del espíritu, del alma y del cuerpo, pero por lo mismo que no puede captar el fenómeno de la gracia que transforma el espíritu, el alma y el cuerpo, para unirlos a Dios de una manera inefable, ella no es capaz de explicar plenamente al hombre tal como es, ya sea cuando la gracia santificante que habita en él hace de él un ser divino, ya sea cuando habiendo sido expulsado este elemento sobrenatural por el pecado, o no habiendo éste aún penetrado, el hombre siente haber descendido por debajo de sí mismo.
No hay, pues, no puede haber, un verdadero conocimiento del hombre fuera del punto de vista revelado. La revelación sobrenatural no era necesaria en sí misma: el hombre no tenía ningún derecho a ella; pero de hecho, Dios la ha dado y promulgado; desde entonces, la naturaleza sola no basta para explicar al hombre. La gracia, la presencia o la ausencia de la gracia, entran en primera línea en el estudio antropológico. No existe en nosotros una sola facultad que no requiera su complemento divino; la gracia aspira a recorrer al hombre íntegramente, a fijarse en él en todos los niveles; y a fin de que nada falte en esta armonía de lo natural y de lo sobrenatural, en esta creatura privilegiada, el Hombre-Dios ha instituido sus sacramentos que la toman, la elevan, la deifican, desde el momento del nacimiento hasta aquél en que ella aborda esa visión eterna del soberano bien que ya poseía, pero que no podía percibir sino por la fé.
Pero, si el hombre no puede ser conocido totalmente sin la ayuda de la luz revelada, ¿es dable imaginar que la sociedad humana, en sus diversas fases a las que se llama la historia, podrá volverse explicable, si no se pide socorro a esa misma antorcha divina que nos ilumina sobre nuestra naturaleza y nuestros destinos individuales? ¿Tendría acaso la humanidad otro fin distinto del hombre? ¿Sería entonces la humanidad otra cosa distinta del hombre multiplicado? No. Al llamar al hombre a la unión divina, el Creador convida al mismo tiempo a la humanidad. Ya lo veremos el último día cuando de todos esos millones de individuos glorificados se formará, a la derecha del soberano juez, ese pueblo inmenso “del que será imposible, nos dice San Juan, hacer el recuento”. (Apoc. 7, 9). Mientras tanto la humanidad, quiero decir la historia, es el gran teatro en el cual la importancia del elemento sobrenatural se declara a plena luz, ya sea que por la docilidad de los pueblos a la fé domine las tendencias bajas y perversas que se hacen sentir tanto en las naciones como en los individuos, ya sea que se postre y parezca desaparecer por el mal uso de la libertad humana, que sería el suicidio de los imperios, si Dios no los hubiera creado “curables” (Sap. 1, 14).
La historia tiene que ser entonces cristiana, si quiere ser verdadera; porque el cristianismo es la verdad completa; y todo sistema histórico que hace abstracción del orden sobrenatural en el planteamiento y la apreciación de los hechos, es un sistema falso que no explica nada, y que deja a los anales de la humanidad en un caos y en una permanente contradicción con todas las ideas que la razón se forma sobre los destinos de nuestra raza aquí abajo. Es porque así lo han sentido, que los historiadores de nuestros días que no pertenecen a la fé cristiana se han dejado arrastrar a tan extrañas ideas, cuando han querido dar lo que ellos llaman la filosofía de la historia. Esa necesidad de generalización no existía en los tiempos del paganismo. Los historiadores de la gentilidad no tienen visiones de conjunto sobre los anales humanos.
La idea de patria es todo para ellos, y jamás se adivina en el acento del narrador que esté por nada del mundo inflamado con un sentimiento de afecto por la especie humana considerada en sí misma. Por lo demás, solamente a partir del cristianismo es cuando la historia ha comenzado a ser tratada de una manera sintética; el cristianismo, al hacer volver siempre el pensamiento a los destinos sobrenaturales del género humano, ha acostumbrado a nuestro espíritu a ver más allá del estrecho círculo de una egoísta nacionalidad. Es en Jesucristo donde se ha develado la fraternidad humana y, desde entonces, la historia general se ha convertido en un objeto de estudio.
 El paganismo nunca habría podido escribir sino una fría estadística de los hechos, si se hubiera encontrado en condiciones de redactar de una manera completa la historia universal del mundo. No se lo ha señalado suficientemente que la religión cristiana ha creado la verdadera ciencia histórica, dándole la Biblia por base, y nadie puede negar que hoy en día, a pesar de los siglos transcurridos, a pesar de las lagunas, no estemos más adelantados, en resumidas cuentas, en los acontecimientos de los pueblos de la antigüedad, de lo que lo estuvieron los historiadores que esa antigüedad misma nos ha legado.
Los narradores no cristianos de los siglos XVIII y XIX han pues copiado al método cristiano el modo de generalización; pero lo han dirigido contra el sistema ortodoxo. Muy pronto se dieron cuenta de que apoderándose de la historia y cambiándola a sus ideas, asestaban un duro golpe al principio sobrenatural; tan cierto es que la historia declara a favor del cristianismo. Bajo este aspecto su éxito ha sido inmenso; no todo el mundo es capaz de seguir y de paladear un sofisma; pero todo el mundo comprende un hecho, una sucesión de hechos, sobre todo cuando el historiador posee ese acento particular que cada generación exige de aquellos a quienes otorga el privilegio de encantarla.
Tres escuelas han explotado alternada, y a veces simultáneamente, el campo de la historia.
La escuela fatalista, se podría decir atea, que no ve más que la necesidad de los acontecimientos, y muestra a la especie humana en conflicto con el invencible encadenamiento de causas brutales seguidas de inevitables efectos.
La escuela humanista que se prosterna ante el ídolo del género humano, del que proclama el desarrollo progresivo, con la ayuda de las revoluciones, de las filosofías, de las religiones. Esta escuela consiente de bastante buen grado en admitir la acción de Dios, en el comienzo, como habiendo dado principio a la humanidad; pero una vez la humanidad emancipada, Dios la ha dejado hacer su camino, y ella avanza, en la vía de una perfección indefinida, despojándose en el camino de todo lo que podría ser un obstáculo a su marcha libre e independiente.
Por fin, tenemos la escuela naturalista, la más peligrosa de las tres, porque ofrece una apariencia de cristianismo, proclamando en cada página la acción de la Providencia divina. Esta escuela tiene por principio el hacer constantemente abstracción del elemento sobrenatural; para ella, la revelación no existe, el cristianismo es un incidente feliz y bienhechor en el que aparece la acción de las causas providenciales; pero ¿quién sabe si mañana, si dentro de un siglo o dos, los recursos infinitos que Dios posee para el gobierno del mundo, no traerán tal o cual forma más perfecta aún, con ayuda de la cual se verá al genero humano correr, bajo el ojo de Dios, a nuevos destinos, y a la historia iluminarse con un esplendor más vivo?
Fuera de estas tres escuelas, no queda sino la escuela cristiana.
 Ésta no busca, no inventa, ni siquiera duda. Su procedimiento es simple: consiste lisa y llanamente en juzgar a la humanidad, como juzga al hombre individual. Su filosofía de la historia está en su fé. Sabe que el Hijo de Dios hecho hombre es el rey de este mundo, que “todo poder le ha sido dado en el cielo y en la tierra” (Mt. 28, 18).
La aparición del Verbo encarnado aquí abajo es para ella el punto culminante de los anales humanos; es por ello que ella divide la duración de la historia en dos grandes secciones: antes de Jesucristo, después de Jesucristo. Antes de Jesucristo, muchos siglos de espera; después de Jesucristo, una duración de la que ningún hombre conoce la hora de la concepción del último elegido; porque este mundo no es conservado sino para los elegidos que son la causa de la venida del Hijo de Dios encarnado.
Con este dato cierto de una certidumbre divina, la historia ya no tiene misterios para el cristianismo.
Si vuelve sus miradas hacia el período transcurrido antes de la Encarnación del Verbo, todo se explica a sus ojos. El movimiento de las diversas razas, la sucesión de los imperios, es el camino abierto para el pasaje del Hombre-Dios y de sus enviados; la depravación, las tinieblas, las inauditas calamidades, es el indicio de la necesidad que siente la humanidad de ver a Aquél que es a la vez el Salvador y la Luz del mundo; no sin duda que Dios haya condenado a la ignorancia y al castigo a este primer período de la humanidad: lejos de eso, los socorros le son asegurados, y es a él que pertenecerá Abraham, el Padre de todos los creyentes por venir; pero es justo que la mayor efusión de la gracia tenga lugar por las manos divinas de Aquél sin el cual nadie ha podido ser justo, ya sea antes, o después de su venida.
Él viene por fin, y la humanidad, cuyo progreso estaba en suspenso, se lanza por la vía de la luz y de la vida; el historiador cristiano sigue mejor aun los destinos de la sociedad humana en este segundo período cuando se cumplen todas las promesas. Las enseñanzas del Hombre-Dios le revelan con una soberana claridad el modo de apreciación que debe emplear para juzgar los acontecimientos, su moralidad y su alcance.
 No tiene sino una misma medida, ya se trate de un hombre o de un pueblo. Todo lo que expresa, mantiene o propaga el elemento sobrenatural, es socialmente útil y ventajoso; todo lo que lo contraría, lo enerva y lo destruye, es socialmente funesto. Por este procedimiento infalible, comprende el papel de los hombres de acción, de los acontecimientos, de las crisis, de las transformaciones, de las decadencias; sabe de antemano que Dios actúa en su bondad, o permite en su justicia, pero siempre sin derogar su plan eterno, que es el de glorificar a su Hijo en la humanidad.
Pero lo que vuelve siempre más firme y más calmo el golpe de vista del historiador cristiano, es la seguridad que le da la Iglesia que camina sin cesar ante él como una columna luminosa, e ilumina divinamente todas sus apreciaciones. Él sabe que lazo estrecho une a esta Iglesia al Hombre-Dios, cómo ella tiene la garantía de su promesa contra todo error en la enseñanza y en la conducta general de la sociedad cristiana, cómo el Espíritu Santo la anima y la conduce; es pues en ella adonde va a buscar la regla de sus juicios. Las debilidades de los hombres de Iglesia, los abusos temporarios no lo asombran, porque sabe que el Padre de familia ha resuelto tolerar la cizaña en su campo hasta la cosecha.
Si tiene que contar, se cuidará de omitir los tristes relatos que dan testimonio de las pasiones de la humanidad y atestiguan al mismo tiempo la fuerza del brazo de Dios que sostiene su obra; pero él sabe dónde se manifiesta la dirección, el espíritu de la Iglesia, su instinto divino. Los recibe, los acepta, los confiesa valerosamente; los aplica en sus relatos. Por ello, nunca traiciona, nunca sacrifica; llama bueno lo que la Iglesia juzga bueno, malo lo que la Iglesia juzga malo.
 ¿Qué le importan los sarcasmos, los clamores de los cobardes cortos de vista? Él sabe que está en la verdad puesto que está con la Iglesia y que la Iglesia está con Cristo. Otros se obstinarán en no ver sino el lado político de los acontecimientos, volverán a descender al punto de vista pagano; él, se mantiene firme, porque está seguro de antemano de no equivocarse.
Si hoy las apariencias parecen estar en contra de su juicio, él sabe que mañana, los hechos cuyo alcance no se ha revelado todavía, darán la razón a la Iglesia y a él.
Este papel es humilde, estoy de acuerdo; pero quisiera saber qué garantías comparables tiene para presentar el historiador fatalista, el humanitario o el naturalista. Ponen por delante su juicio personal: cada uno tiene pues derecho a darles la espalda.
Para llegar al historiador cristiano, es preciso antes demoler a la Iglesia sobre la que se apoya. Es verdad que hace diecinueve siglos que los tiranos y los “filósofos” trabajan en ello: pero sus murallas están tan sólidamente construidas que hasta ahora no han podido aún desprender una sola piedra.
Pero si nuestro historiador se aplica en buscar y en señalar, en la sucesión de los acontecimientos de este mundo, el aspecto que relaciona de cerca o de lejos cada uno de ellos al principio sobrenatural, con mayor razón se cuida de callar, de disimular, de atenuar los hechos que Dios produce fuera de la conducta ordinaria, y que tienen por meta el certificar y el hacer más palpable todavía el carácter maravilloso de las relaciones que ha fundado entre Él mismo y la humanidad.
En primer lugar están las tres grandes manifestaciones del poder divino y que dan por el milagro un sello divino a los destinos del hombre sobre la tierra. El primero de estos hechos es la existencia y el papel del pueblo judío en el mundo.
El historiador no puede eximirse de presentar a plena luz la alianza que Dios contrajo primeramente con ese pequeño pueblo, y los inauditos prodigios que la sellaron; la esperanza de la humanidad depositada en la sangre de esta raza débil y despreciada de conservar el conocimiento del verdadero Dios y los principios de la moral, en medio de la defección sucesiva de casi todos los pueblos; las migraciones de Israel a Egipto primero, más tarde al centro del imperio asirio, siempre a medida que el teatro de los asuntos humanos se desplaza y se extiende; de manera que en vísperas del día en que Roma, heredera momentánea de los otros imperios, va a encontrarse reina y dueña de la mayor parte del mundo civilizado, el judío la habrá precedido en todas partes; ahí estará con sus oráculos traducidos desde ese momento a la lengua griega; ahí estará conocido por todos los pueblos, aislado, inasimilable, signo de contradicción, pero dando testimonio del advenimiento cada día más cercano de Aquél que debe unir a todas las naciones y “juntar en un solo cuerpo a los hijos de Dios hasta entonces dispersos” (S. Juan 11, 25).
Esta milagrosa influencia del pueblo judío que escapa a todas las leyes ordinarias de la historia, el narrador la mostrará con complacencia en las profecías confiadas a ese pueblo, y que no solamente son para nosotros la antorcha del pasado, sino que tan vivamente han preocupado a los gentiles, durante los siglos que precedieron y siguieron a la llegada del Hijo de Dios.
Cicerón ya había escuchado su eco cuando habla con una especie de terror misterioso del nuevo imperio que se prepara; Virgilio, en el más armonioso de sus cantos, repite los acentos de Isaías; Tácito y Suetonio atestiguan que el universo todo se vuelve, en su espera, hacia Judea, y que el presentimiento general es ver llegar de ese país a unos hombres que van a conquistar el mundo. Rerum potirentur. ¿Acaso se negará después de esto que la historia, para ser verídica, deba tomar el tono y los colores de lo sobrenatural?
El segundo hecho que se encadena al primero es la conversión de los gentiles, dentro y fuera del imperio romano. El historiador cristiano se aplicará a mostrar que ese inmenso resultado procede directamente de la mano de Dios, quien, para efectuarlo, se ha liberado de las leyes simplemente providenciales. Señalará en él, con San Agustín, el milagro de los milagros; con Bossuet, el golpe de estado divino que no ha tenido su igual sino en el momento en que la creación salió de la nada para gloria de su autor.
 Contará la colosal grandeza de la meta y la exigüidad de los medios; las significativas preparaciones a un cambio tan grande que presagian que este mundo debe pertenecer a Jesucristo, al mismo tiempo que son por sí mismas un obstáculo más a todo éxito humano de la empresa; los apóstoles, armados solamente con la palabra y con el don de los milagros que la confirma y la hace penetrar; las profecías judías estudiadas, comparadas, profundizadas en todo el imperio, y volviéndose, como nos lo atestiguan los escritos de los tres primeros siglos, uno de los más poderosos instrumentos de las conversiones; la constancia sobrehumana de los mártires, cuya inmolación casi incesante, lejos de extirpar la nueva sociedad, la propaga y la afirma; por fin, la cruz, el patíbulo del hijo de María, coronando después de tres siglos, la diadema de los Césares; las ideas, el lenguaje, las leyes, las costumbres, en una palabra todas las cosas transformadas según el plan que habían traído de Judea los conquistadores de la nueva especie que el imperio esperaba, y que supieron triunfar sobre él, derramando su sangre bajo su espada.
En medio de todos estos prodigios, el historiador cristiano se siente cómodo y nada le asombra, porque sabe y proclama que aquí abajo todo es para los elegidos y que los elegidos son para Cristo. Cristo está en su casa en la historia; es pues muy simple que no se la pueda explicar sin Él, y que con Él ella parezca en toda su claridad y en toda su grandeza. La sucesión de los anales humanos responde al comienzo; pero desde la publicación del Evangelio, los destinos del mundo han tomado un nuevo vuelo; después de haber esperado a su rey, ahora la tierra lo posee. La preparación sobrenatural que se había manifestado en el papel del pueblo judío, esa otra preparación a la vez natural y sobrenatural que había aparecido en la marcha siempre progresiva del poderío romano, ha llegado cada una a su término.
 Todo ha sido consumado, Jerusalén cede sus derechos y sus honores a Roma; Tito es el ejecutor de las grandes obras del Padre celestial que venga la sangre de su Hijo eterno. El milagro del pueblo judío no cesa sin embargo por esto; se transforma, y las naciones tendrán ante los ojos, hasta la víspera del último día, el espectáculo no ya de un pueblo privilegiado, sino de un pueblo maldito de Dios.
En cuanto al Imperio pagano, construyó, sin saberlo, la capital del reino de Jesucristo; le será dado residir ahí tres siglos más; es de ahí de donde partirán esos sangrientos edictos que no tendrán otro efecto que el de mostrar a los siglos futuros el vigor sobrenatural del cristianismo; luego, cuando haya llegado el tiempo, cederá el lugar, y partirá a refugiarse al Bósforo, y la imperecedera dinastía de los Vicarios de Cristo que no han abandonado su puesto desde el martirio de Pedro, su primer eslabón, ceñirá la corona en la ciudad de las siete colinas. El imperio se desmoronará pieza por pieza bajo los golpes de los bárbaros; pero antes de infligirle la humillación y el castigo que crímenes seculares han acumulado sobre él, la justicia divina esperará a que el cristianismo, victorioso de las persecuciones, haya extendido lo bastante alto y lo bastante lejos sus ramificaciones para dominar en todas partes las oleadas de ese nuevo diluvio; se lo verá después cultivar nuevamente, y con pleno éxito, la tierra renovada y rejuvenecida por esas aguas incluso más purificantes que devastadoras.
¿Acaso después de haber expuesto todas estas maravillas, el historiador cristiano cambiará el tono de sus relatos? ¿Volverá a la explicación simplemente providencial de los fastos de la tierra? ¿No es acaso lo maravilloso sólo el punto central de los anales humanos, de manera que desde ese momento la acción de Dios deba permanecer velada bajo las causas segundas hasta el fin de los tiempos? ¡Qué Dios no quiera que así sea!
Un tercer hecho sobrenatural, hecho que debe durar hasta la consumación de los siglos, llama su atención y reclama toda su elocuencia. Este hecho es la conservación de la Iglesia a través de los tiempos, sin mezcla en su doctrina, sin alteración en su jerarquía, sin suspensión en su duración, sin desfallecimiento en su marcha. Miles de grandes cosas humanas han sido creadas, se desarrollaron y cayeron en decadencia: la conducta habitual de la Providencia cuidó de ellas durante su duración; hoy quedan sus huellas sólo en la historia.
 La iglesia está siempre de pie: Dios la sostiene directamente, y todo hombre de buena fe, capaz de aplicar las leyes de la analogía, puede leer en los hechos que la conciernen esa promesa inmortal de durar siempre, que ella tiene escrita en su base por la mano de un Dios.
Las herejías, los escándalos, las defecciones, las conquistas, las revoluciones, nada han conseguido; rechazada de un país, ha avanzado en otro; siempre visible, siempre católica, siempre conquistadora y siempre sufriente. Este tercer hecho, que no es sino la consecuencia de los dos primeros, termina por dar al historiador cristiano la razón de ser de la humanidad. Él concluye con la evidencia de que la vocación de nuestra raza es una vocación sobrenatural; que las naciones, sobre la tierra, no solamente pertenecen a Dios que ha creado la primera familia humana, sino que también son, como lo ha dicho el Profeta, el dominio particular del Hombre-Dios. Entonces, basta de misterios en la sucesión de los siglos, basta de vicisitudes inexplicables; todo se dirige a la meta, todo problema se resuelve por sí mismo con este elemento divino.
Sé que hoy hace falta coraje, sobre todo cuando no se es del clero, para tratar la historia con este tono; se cree sinceramente, no se quisiera por nada del mundo adoptar el sentido y las maneras de las escuelas fatalistas y humanitaria; pero la escuela naturalista es tan poderosa por su número y su talento, es tan benevolente con el cristianismo, que es duro desafiarla en todo y no ser a sus ojos nada más que un escritor místico, a lo sumo un hombre de poesía, cuando se aspiraría a la reputación de ciencia y de filosofía.
Todo lo que puedo decir, es que la historia ha sido tratada, desde el punto de vista que me he permitido exponer, por dos poderosos genios cristianos y que su reputación no ha naufragado por ello. "La ciudad de Dios" de San Agustín, el "Discurso sobre la historia universal" de Bossuet, son dos aplicaciones de la teoría que he adelantado.
La ruta está pues trazada con mano maestra, y es posible exponerse en seguimiento de tales hombres a los fútiles juicios del naturalismo contemporáneo. Es mucho, sin duda, regular su vida íntima por el principio sobrenatural; pero sería una grave inconsecuencia, una alta responsabilidad, el que ese mismo principio no condujera siempre la pluma. Veamos a la humanidad en sus relaciones con Jesucristo su jefe; no la separemos nunca de Él en nuestros juicios ni en nuestros relatos, y cuando nuestras miradas se detengan en el mapa del mundo, recordemos ante todo que tenemos ante los ojos al imperio del Hombre-Dios y de su Iglesia.
La accion de la santidad en la historia
El historiador cristiano, satisfecho de haber marcado así en rasgos generales el carácter sobrenatural de los anales humanos, ¿se creerá dispensado de registrar las manifestaciones de menor importancia que la bondad y el poder divinos han sembrado en el transcurso de los siglos, con el fin de reavivar la fé en las generaciones sucesivas? El se cuidará de semejante ingratitud, y así como se habrá sentido encantado al reconocer que el Redentor del mundo no prometió en vano a sus fieles los signos visibles de su intervención hasta el final, igualmente se mostrará solícito por iniciar a sus hermanos en la alegría que sintió al encontrar en su ruta miles de rayos de una luz inesperada que, aun cuando se vinculen más o menos directamente a los tres grandes centros, no dejan de ofrecer, cada uno de ellos, el testimonio de la fidelidad de Dios a sus promesas y una preciosa confirmación que repercute sobre todo el conjunto. Los milagros de detalle pueden pues pertenecer a la historia humana, cuando han tenido un alcance más que individual y han repercutido a lo lejos. Inútil agregar que para entrar en su relato grave y verdaderamente histórico, deben estar seguros desde el punto de vista de una crítica imparcial. Así la aparición de la Cruz a Constantino tiene derecho a figurar seriamente en los anales del siglo IV.
Diré lo mismo, para la misma época, de los prodigios que se operaron en Jerusalén cuando Julián el Apóstata quiso reedificar el templo de Salomón.
Los milagros de San Martín que han tenido tanta influencia en las Galias para la extinción de la idolatría, no deben tampoco ser silenciados al igual que los de San Felipe Neri en Roma y de San Francisco Javier en las Indias, que atestiguaron de manera tan manifiesta en el siglo XVI que la Iglesia papal, a pesar de las blasfemias de la Reforma y de la decadencia de las costumbres, no dejaba de ser la única heredera de las promesas y el asilo de la verdadera fé.
 ¿No sería acaso dejar una laguna en la historia desde el punto de vista cristiano, el callar los hechos prodigiosos que acompañaron casi en todas partes la introducción del Evangelio en los diversos países donde fue predicado, por ejemplo, los milagros del monje San Agustín en el apostolado de Inglaterra, y los que señalaron los misión de los ilustres promotores de la vida religiosa, tanto de Oriente como de Occidente, desde San Antonio en los desiertos de Egipto hasta San Francisco y Santo Domingo, entre nuestros padres del s. XIII?
La cadena de estas maravillas prosigue hasta nuestros tiempos; sería pues comprender mal el papel del historiador cristiano pensar que se ha hecho lo suficiente señalando los hechos de esta naturaleza en el origen del cristianismo. Ellos han sido, por decirlo así, permanentes y continuarán siéndolo; son la prenda de la presencia sobrenatural de Dios en el movimiento de la humanidad; en fin, han tenido una real influencia en los pueblos; debéis pues tenerlos en cuenta, si los estimáis verdaderos, vuestro deber es el de registrarlos y el de asignarles su papel y su alcance.
Me apresuro a decir que no toda forma de historia exige la investigación minuciosa de los hechos sobrenaturales, y no pienso que la Historia eclesiástica propiamente dicha deba ser la única a la cual el cristiano consagre su talento de escribir y de narrar. Que este talento se ejerza pues bajo todas las formas; que la historia sea general o particular; que adopte el género de las memorias o el de la biografía, todo está bien, con tal de que sea cristiana; pero el historiador debe esperar encontrarse muy pronto y a menudo en su camino al elemento sobrenatural; ¡ojalá pueda entonces no faltar nunca a su deber!
¿Queréis escribir la historia de Francia? Nada mejor si sois capaces; pero esperad a encontraros frente a Juana de Arco. Ahora bien, ¿qué haríais con esa maravillosa figura? No iréis a negar o a contar en una forma ambigua hechos que estén de ahora en más aclarados en sumo grado. ¿Buscaréis explicarlos naturalmente? Sería perder el tiempo; ¡nada menos explicable que la misión y los gestos de la Doncella de Orleáns!
¿Veréis allí acaso la aplicación de una ley providencial que rige los acontecimientos humanos, o incluso en particular los destinos de Francia? Pero aquí, todo escapa al régimen providencial, las leyes ordinarias están invertidas; no vemos nada, ni antes ni después, que dé lugar a pensar que Dios hace tales cosas en el gobierno general del mundo. ¿Diréis entonces con estilo académico que, todo bien pensado, la misión de Juana de Arco sigue siendo inexplicable y que aquellos que han querido explicarla humanamente se han metido en dificultades de las que no pudieron salir? Llegad hasta el final, creedme; confesad francamente que hay milagros en la historia, y que la misión de Juana de Arco es uno de ellos. Convenid pues lisa y llanamente en que la pastora de Domrémy verdaderamente vio a los santos y escuchó las voces; que Dios la revistió con su fuerza invencible; que él mismo la hizo victoriosa en las murallas de Orleáns; que la asistió con la virtud sobrehumana de los mártires en el sublime sacrificio que debía terminar esa milagrosa carrera. Pero, después de esto, cuidaos de no sacar las inducciones que se presentan por sí mismas de resultas de esos hechos maravillosos.
¿Qué es entonces al fin de cuentas Juana de Arco? ¿Es un meteoro con el que Dios se complació en deslumbrar nuestras miradas, sin otro fin que el de mostrar su poder? La razón nos prohíbe pensarlo, y la fé nos muestra en esta manifestación sin igual de la predilección divina por Francia, la intención de sustraer el cristianísimo reino al yugo de la herejía que la Inglaterra protestante no hubiera dejado de hacer pesar sobre él un siglo más tarde.
Pero la historia cristiana no se limita a señalar en los hechos milagrosos otros tantos indicios de la vocación sobrenatural de la humanidad; también le da importancia a estudiar y señalar las manifestaciones más o menos frecuentes, más o menos raras, de la santidad en los siglos. Dios, en sus consejos de justicia o de misericordia, da o sustrae los santos en las diversas épocas, de suerte que, si es dado hablar así, es preciso consultar el termómetro de la santidad si uno quiere darse cuenta de la condición más o menos normal de un período de tiempo o de una sociedad. Los santos no sólo están destinados a figurar en el calendario; ellos tienen una actuación a veces oculta, cuando se limita a la intercesión y a la expiación, pero a menudo también, patente y eficaz largo tiempo después de ellos.
No hablo de los mártires a quienes les debemos la conservación de la fé, y uno de los principales argumentos sobre los que reposa nuestra creencia; la importancia de su papel en la historia del mundo es demasiado evidente pero no es permitido ignorar que al salir de la persecución de Dioclesiano, en medio del cataclismo de las herejías que estuvieron a punto de sumergir la barca de la Iglesia en los s. IV y V, en vísperas de la invasión de los bárbaros paganos, el cristianismo y por él, la sociedad, fue salvado por los santos.
 ¡Obispos, doctores, monjes, vírgenes consagradas, qué lista nos ofrece esta época que fue como el segundo campo de batalla de la Iglesia! ¿Puede callarse el historiador en presencia de ese incomparable fenómeno?
Sin duda, no podría eximirse de nombrar a un Atanasio, un Basilio, un Ambrosio; porque esos personajes tienen, como se dice, un papel histórico; pero por más grandes que sean, están lejos de representar todo lo que la santidad ha producido de eficaz en el orden visible de este mundo durante el período del que hablamos. El papel de San Agustín, por ejemplo, es bastante poco histórico; sin embargo, ¿qué hombre ha influido más en su siglo y en todos aquellos que lo han seguido? El detalle nos llevaría muy lejos, si hubiera que contar las obligaciones que nosotros los cristianos tenemos con esos amigos de Dios: un San Gregorio Nacianceno, un San Hilario, un San Martín, un San Juan Crisóstomo, un San Jerónimo, un San Cirilo de Alejandría, un San León.
 Y no nos detengamos en ver en ellos a grandes genios y grandes hombres. Sin duda, grandes genios y grandes hombres ortodoxos son un don de Dios; Bossuet y Fénelon, en el s. XVII, son un don de Dios; pero cuando la santidad está unida al genio, a la importancia de la persona, la acción es muy diferente. El hombre de genio os encanta; el santo os subyuga; admiráis al gran hombre, pero el nombre solo del santo, las huellas de sus pasos os conmueven; su recuerdo os hace latir el corazón después que ha desaparecido de este mundo.
Que no crea pues haber encontrado el secreto de la influencia de los santos de los s. IV y V en la fama más o menos brillante que les habría adquirido su saber y su elocuencia, o también la jerarquía que la mayoría de los que acabo de recordar ocuparon en el orden eclesiástico.
El pueblo veneraba en ellos otra aureola; Valente temblaba ante Basilio, y Teodoro ante San Ambrosio, por un motivo muy distinto que el de su valor personal, para hablar con el lenguaje de hoy. Es a Dios, a Dios mismo al que se siente en los santos; y es por estar razón que se les resiste poco. Se sabía que esos hombres que formaban entonces la muralla de la Iglesia de la que eran al mismo tiempo la luz y la gloria, eran de la misma familia que esos héroes del desierto cuyos nombres y obras eran universalmente conocidos; que incluso la mayoría de ellos había revestido el pellico antes que el palio.
De Occidente como de Oriente, los fieles partían en caravanas para ir a visitar los desiertos de Egipto y de Siria, a fin de contemplar y escuchar, si era posible, a los Antonio, los Pacomio, los Hilarión, los Macario y, de vuelta en sus ciudades, se regocijaban de volver a encontrar esos sublimes tipos en los pastores mismos encargados de santificarlos. No, ese culto de la santidad, justificado por tantos ejemplos, no podría ser pasado en silencio en los relatos de la época que siguió a la paz de la Iglesia; atestigua demasiado claramente la presencia y la acción de los santos durante esos siglos, y por ello mismo el género de socorro sobrenatural que Dios repartió entonces a la sociedad cristiana.
La invasión de los bárbaros, con las desgracias que la acompañaron, proporcionará al historiador la ocasión de señalar un nuevo papel de la santidad en medio de esos inauditos desastres. Esas tumultuosas hordas que se precipitan sobre el imperio encuentran en todas partes a los santos, y los santos les resultan como un dique que hace retroceder la inundación.
Santos obispos que detuvieron a un jefe feroz en su carrera; santos pastores que salvan a su rebaño entregándose a la espada; santos monjes cuya majestuosa simplicidad desarma al orgulloso conquistador que primeramente no pensaba más que en inmolarlos; santas vírgenes que, como Genoveva, tranquilizan a la ciudad y desvían por medio de sus oraciones el azote de Dios.
Por poco que se estudie a fondo el duro período de la invasión, uno verá en él por todas partes este asombroso fenómeno y se convencerá de que entra dentro de la verdad de la historia el contar estas maravillas y convenir en que el único obstáculo que encontraron los bárbaros, el único que respetaron, fue la santidad.
 Agustín yacía sobre su lecho de muerte en Hipona, cuando los vándalos vinieron a sitiar este ciudad: esperaron para dar el asalto, a que el admirable obispo hubiera entregado su alma a Dios. Sería triste que unos bárbaros se hubiesen mostrado superiores a los cristianos de nuestros días en la apreciación de ese elemento celestial que nunca falta por entero en la Iglesia, pero que se manifiesta en ella de tiempo en tiempo, como mayor o menor abundancia, según las necesidades de los pueblos y según que la justicia o la misericordia prevalezcan en los consejos de Dios.
El historiador cristiano no puede olvidar ni las obras ni la regla del gran Patriarca de los monjes de Occidente, a quien le cabe el honor de haber preparado la salvación de la cristiandad europea; ni esa pléyade de santos obispos que brillaron en los siglos VI y VII, y que, por sus concilios y sus fundaciones religiosas, lo hicieron todo en nuestras regiones, e hicieron entre otras cosas el reino de Francia como las abejas hacen su colmena: la expresión es de Gibbon. Que el historiador no se olvide de decir que esos constituyentes de nuestra monarquía están por centenares en nuestros altares.
Tampoco dejará de poner en evidencia a los santos pontífices de la sede apostólica, un San Gregorio Magno cuyas virtudes rigieron y santificaron con tanta dulzura a Oriente y a Occidente; un San Gregorio II, la providencia de Italia; un San Zacarías, el oráculo de la nación franca; un San Nicolás I, entregándose con tanta generosidad para arrancar de su ruina al imperio de Oriente, y manteniendo allí la unidad con la verdadera fé. Seguirá los pasos de esos heroicos apóstoles que el monacato occidental dirige hacia las regiones del norte; ni uno que no sea santo, ni uno solo cuyo fecundo apostolado no triunfe por la santidad.
¿Pero el historiador podría pasar en silencio esta gloriosa falange de santos emperadores y de santos reyes, que, durante tres siglos y más, aparece en los tronos y viene a dar el sello sobrenatural a la política de las edades de fe? ¡Qué materia de estudio la de la influencia de esos santos coronados sobre la sociedad, y durante siglos!
 ¡Un San Enrique, un San Esteban de Hungría, un San Eduardo el Confesor, un San Fernando y nuestro San Luis!
 ¡Y esas santas emperadoras, reinas, duquesas, ángeles visibles cuya serie prosigue más lejos todavía y que aparecen en medio de los pueblos a los cuales se mezclan en todas formas, con la misión de cultivar, de desarrollar con sus sublimes ejemplos ese sentido cristiano contra el cual la corrupción de la naturaleza protesta sin cesar, y que sin cesar tiene necesidad de ser reconfortado! ¿Se piensa acaso que baste, para exponer el papel activo de tantos héroes y heroínas del trono, decir al pasar que fueron virtuosos y que se los ha puesto en el número de los santos? No, hay que penetrar más adentro y comprender que aquí el punto de vista de lo que se llama la leyenda no es más que el punto de vista mismo de la historia más rigurosa. El beneficio de los santos reyes y de las santas reinas es una de las principales manifestaciones de Dios en la conducción sobrenatural de la sociedad.
Cuando el historiador llega por fin a la presencia de la reacción cristiana del siglo XI, reacción que arrancó a Europa de la barbarie, que tenga cuidado de no equivocarse. Que no vaya a atribuir, contra toda verdad, al genio de éste, a la entereza de aquél, el triunfo que tuvo lugar entonces del espíritu sobre la fuerza bruta. Ese triunfo tuvo lugar porque Dios dio santos a su Iglesia. Si Gregorio VII no hubiese sido un santo, nunca se hubiera atrevido a poner manos a la obra.
¿Qué habrían hecho entonces Anselmo, Pedro Damián si no hubiesen sido más que piadosos pontífices y sabios doctores? Cluny fue el punto de apoyo de la palanca que el Papado hizo mover en ese siglo, pero no olvidemos que fue edificado sobre cuatro santos cuya larga vida da un período de un siglo y medio. En el siglo XII, ¿quién podrá explicar jamás la acción de San Bernardo, sin tener en cuenta la rutilante santidad que brilló en él?
¿Quién sostuvo pues a la sociedad del siglo XIII, ya declinante, sino el seráfico Francisco y el apostólico hijo de Guzmán, que despertaron tan poderosamente por sus obras y sus virtudes sobrehumanas el sentido sobrenatural próximo a desfallecer?
Y en la Escuela, ¿qué otro elemento sino el de la santidad aseguró a Tomás de Aquino y a Buenaventura la superioridad que los colocó tan considerablemente por encima de todos los demás doctores de la escolástica?
En el siglo XIV, la cristiandad parece sucumbir, cansada por los desgarramientos del gran cisma, pero mucho más todavía por la invasión del naturalismo y del sensualismo que el ascendiente de la santidad en el siglo XIII había podido neutralizar pero no destruir. Dios parece entonces mostrarse más avaro de santos. Aparte de la ilustre Santa Catalina de Siena, no vemos ni uno solo, en esta época, cuya acción se haya hecho sentir a lo lejos. El historiador no dejará de señalar ese rasgo característico de una decadencia que sin embargo no hace más que comenzar; pero tendrá que estudiar sin prisas la sublime figura de Catalina de Siena, en la que se compendia toda la vitalidad sobrenatural de su tiempo.
El siglo XV, más desdichado aun que el precedente, puesto que vio las doctrinas anárquicas formuladas por primera vez por los más célebres doctores, y muy pronto la herejía de Wiclef y de Juan Huss que alzaban el estandarte contra la cristiandad, el siglo XV, digo, fue pobre en santos. Su cifra no llega a la mitad de la del siglo XIII. El extraordinario efecto que produjo San Vicente Ferrer en varios reinos muestra sin embargo que el sentido de la santidad vivía aún en las masas; pero hay que agregar que este Ángel del juicio de Dios había ya terminado su carrera en 1419.
Viene luego el siglo XVI, tiempo de terrible prueba en su primera mitad, época de triunfo en la segunda. El historiador no dejará de mostrar con los hechos que la santidad se muestra ahí en una proporción análoga. San Cayetano llena casi él solo la primera mitad; pero apenas ha sonado el año 1550, cuando una maravillosa floración se declara en las ramas del árbol secular del cristianismo, y mientras el protestantismo detiene por fin sus conquistas, Dios se complace en mostrar que la Iglesia romana nada ha perdido, puesto que ha conservado los dones de la santidad.
 Debería hacerse de nuevo una historia cristiana del XVI si no se apreciara en ella la renovación de las costumbres cristianas preparada por San Cayetano y continuada con tanto vigor y amplitud por San Ignacio de Loyola y por los santos de su Compañía; la reforma de la disciplina formulada en los sabios decretos del concilio de Trento, y hecha efectiva por papas como San Pío V y obispos como San Carlos Borromeo; el apostolado de los gentiles renaciente con San Francisco Javier, el de las ciudades cristianas, con San Felipe Neri; el claustro purificándose por Teresa, Juan de la Cruz, Pedro de Alcántara. Hay que remontar hasta el siglo IV, si se quiere volver a ver una constelación de santos tan radiante como la que brilló en el cielo de la Iglesia cuando la pretendida reforma hubo por fin determinado sus fronteras.
Pero entre todos esos nombres gloriosos, Francia no proporcionó ni uno solo; el historiador deberá explicar la razón de un rasgo tan característico.
Aparece el siglo XVII, y aunque llamado a una aureola menor de santidad que el precedente, todavía ofrece bastantes bellas manifestaciones del principio sobrenatural en los hombres de Dios. San Francisco de Sales tiene derecho a detener durante mucho tiempo al historiador. En él está, por decir así, encarnada la Iglesia Católica, con su fé inviolable, su caridad sin límites, su lucha incesante.
La santidad de Francisco desborda en escritos que vienen a reanimar y a regular la piedad en todas las naciones católicas, pero principalmente en Francia. Jacobo I decía a sus obispos anglicanos, mostrándoles la Vida devota: "Hacednos, pues, libros como ése".
Este príncipe herético tenía en ese momento el sentido de la santidad, ese sentido que me permito recomendar al historiador cristiano. Una historia no es completa si no es al mismo tiempo historia literaria en cierto grado. Aconsejo a nuestro narrador no omitir en ella los escritos de los santos. Sobre todo que no los confunda con las inspiraciones y los trabajos del genio piadoso. Las páginas escritas por los santos tienen un sabor particular que no se alcanza sin ser un santo; y la experiencia dice que la lectura de Santa Teresa, por ejemplo conmueve de muy distinta manera que la de las cartas espirituales más alabadas del siglo XVII.
Francia mucho debe a San Francisco de Sales y es justicia el mirarlo como uno de los principales autores de ese movimiento ascendente del sentido cristiano con el que nuestra patria se vio favorecida durante medio siglo. Gracias a esta feliz reacción, Francia recomienza a contar, durante este período, entre las naciones en las cuales florece la santidad. La cristiandad recibe de nosotros entonces un Pedro Fourrier, un Francisco-Régis, una Juana Francisca de Chantal, un Vicente de Paúl; pero este último héroe del cristianismo cierra la lista de los santos franceses del siglo XVII.
Se apagó en 1660, y desde ese momento, Francia, gloriosa bajo tantos aspectos, permaneció estéril de santos.
Es cierto que es precisamente ese período el que es más celebrado hoy en día. Sin embargo, que el historiador no descuide la búsqueda de las causas de este debilitamiento del sentido cristiano entre nosotros, en la misma época en que se escribía con tanta elocuencia sobre temas religiosos. Tal vez conseguirá explicar cómo, desde la regencia que comenzó en 1715, Francia fue explotada con éxito por el espíritu de incredulidad, sin que nada pudiera detener su curso.
Evidentemente, el sentido sobrenatural se había empobrecido, el naturalismo había ganado sordamente. Por cierto, hubo aún dos servidores de Dios, que después de haber brillado en los últimos años del s. XVIII, prolongaron su trayectoria hasta bastante avanzado el siglo XVIII: Juan Bautista La Salle y Luis de Montfort; pero hay que agregar que fueron ignorados, perseguidos, cargados de censuras, y que sí Dios no hubiera velado sobre el don que nos hacía con ellos, su reputación y sus obras se habrían apagado en el desprecio y el olvido.
Además, que se lean los libros escritos para reanimar la piedad cristiana, en la segunda mitad del s. XVII, y que nos digan si ahí se habla a menudo de las maravillas de la santidad que estallaron fuera de Francia en esa época. ¿Acaso nuestros padres encontraban en los autores de renombre algunas alusiones a Santa Magdalena de Pazzi, a Santa Rosa de Lima, que habían penetrado ese mismo siglo con el perfume de sus virtudes y cuyo nombre era tan popular en cualquier otra parte? ¿Es concebible que los prodigios y hasta el nombre de San José de Cupertino, conocidos en todo el universo católico, hayan demorado tanto en pasar los Alpes; que un duque de Brunswick, testigo de las maravillas divinas que aparecían en el servidor de Dios, haya abjurado por ese motivo del luteranismo entre sus manos, renunciando así para siempre a los derechos de su soberanía, y que nunca el instrumento maravilloso de esta célebre conversión, personificación de la santidad de la Iglesia, y que vivía a algunos centenares de leguas de París, no haya sido alegado a los protestantes, ya sea antes, ya después de la revocación del edicto de Nantes? Pero todos los pasajes estaban cerrados de este lado.
En el siglo V, desde el fondo de Oriente y de lo alto de su columna, San Simeón Estilita se encomendaba a las oraciones de Santa Genoveva en París, ¡en el s. XVII, un taumaturgo, que superó en maravillas a la mayoría de los santos, pudo vivir y morir en un país vecino sin que nadie en Francia, fuera de los religiosos de su orden, se preocupara lo más mínimo! Después de esto, asombrémonos de las blasfemias y de las risas imbéciles que provocó la publicación de la vida de San José de Cupertino. Repito, nuestro historiador, si quiere profundizar, como debe, el estado de las costumbres cristianas, deberá preocuparse por esos extraños fenómenos.
El siglo XVIII le revelará a su vez, por la disminución siempre más marcada del número de santos, un síntoma general de debilitamiento en la sociedad cristiana. Nunca el termómetro que habíamos reconocido en la santidad fue más exactamente aplicable. El siglo naturalista, por lo demás, no merecía que Dios se apresurara tanto en dar pruebas de lo sobrenatural.
 Sin embargo, estallaban maravillas en el corazón de la Iglesia, allí donde la vida no puede extinguirse nunca. Verónica Giuliani, decorada con los estigmas de la Pasión de Cristo, resumía en su vida los prodigios de muchos santos; Leonardo de Porto-Maurizio, Pablo de la Cruz, Alfonso de Ligorio, cada día merecían más, por sus heroicas virtudes, el honor que les estaba reservado de ser un día elevados a los altares. Francia ya no tenía para mostrar al mundo a ninguno de sus hijos que pareciera destinado a tales honores, hasta que haya visto nuestra historia, dos mujeres de la sangre de San Luis se presentaron sucesivamente para tomar la palma de la santidad que la Iglesia, es de esperar, les confirmará tarde o temprano. Una, virgen y discípula de Teresa, Fue Luisa de Francia; otra, esposa y reina, fue Clotilde de Cerdeña.
Estas dos princesas y un mendigo, Benito José Labre, son las únicas manifestaciones de santidad que Francia parece haber producido durante todo el curso del siglo XVIII, y cuando aparecieron, el país estaba en vísperas de ser entregado a los enemigos del orden sobrenatural que no habrían hecho de él sino un montón de ruinas sangrientas, si la mano misericordiosa quería castigarnos e instruirnos y no aniquilarnos, no hubiera por fin quebrado a los opresores de su pueblo.
Esta enumeración muy incompleta de los recursos que ofrece al historiador cristiano el estudio de la santidad en cada siglo, me ha llevado demasiado lejos; me resumiré en dos palabras; si el narrador posee el don de la fé, que recoja en sus relatos los hechos sobrenaturales, cuando tienen un alcance sensible sobre los pueblos; porque son la continuación y la aplicación de los tres grandes hechos milagrosos sobre los cuales rueda toda la historia de la humanidad. Si quiere contar y pintar las costumbres de los pueblos cristianos, que resuma, en cada siglo, la estadística de la santidad; que muestre que es por la influencia de la santidad que la fé se sostiene y que la moral se conserva; en una palabra, que dé a los santos un amplio lugar en la historia, si quiere que, bajo su pluma, la historia sea tal como Dios la ve y la juzga.
Los deberes del historiador cristiano
Se comprende, con un poco de lectura, que nada difiere más del tono cristiano que el tono filosófico, y la razón de ello es simple: es que no hay nada más disímil que un cristiano y un filósofo. No tengo necesidad de definir largamente al filósofo tal como lo entiendo aquí.
Es aquél que estando bautizado y viviendo en el seno de una sociedad cristiana, hace sistemáticamente abstracción, en su lenguaje, de las ideas que sugiere la fé de la Iglesia en la que ha sido regenerado, y habla como si su pensamiento no tuviera ya nada en común con el orden sobrenatural. Un libro escrito con el tono de un filósofo, aunque fuese de un católico, es siempre un escándalo; se la concibe fácilmente en cuanto se quiere reflexionar que nada es más peligroso para el hombre que favorecer en él la inclinación racionalista.
La fé es una virtud, no es el resultado de una labor científica; con frecuencia está amenazada por el enemigo del hombre, que ve en ella con razón el medio por el cual nuestra inteligencia se ilumina a la luz de Dios.
Es por eso mismo que el cristiano no tiene solamente el deber de creer, sino también el de confesar lo que cree
Esta doble obligación, fundada en la doctrina del Apóstol (Rom. 10,10), es más estrecha todavía en las épocas de naturalismo y el historiador cristiano debe comprender que no ha hecho lo suficiente cuando ha declarado su creencia, en tal o cual pasaje de su libro, si el tono cristiano desaparece luego para hacer lugar al tono filosófico.
Primeramente algunos dudarán de él, y es una desgracia; otros más numerosos, no tomando en cuenta su profesión de fé, fortificarán su naturalismo con los pasajes del libro donde el autor habla como filósofo; y hay ahí, lo repito, un verdadero escándalo. ¿Qué pasaría si un libro fuera escrito enteramente por un creyente, sin que jamás se reconociera en él el acento cristiano? y los hay sin embargo para quien semejante proeza es un acto de imparcialidad, eso es lo que piensan por lo menos.
¡Como si le fuera permitido al cristiano ser imparcial cuando se trata de la fé y de sus aplicaciones! Que el tono del historiador creyente sea pues siempre un tono cristiano, y que se reconozca constantemente en el estilo de un hijo de la Iglesia la plenitud y la firmeza de las doctrinas que están en él.
Los juicios históricos tienen una singular importancia, sobre todo cuando el historiador goza de estima. Pueden ser formulados con cierta autoridad, u otras veces resultar del arreglo de los relatos y de la elección de los términos; en uno y otro caso, ellos son lo que el lector busca especialmente en un libro de historia.
Cuando hablo de los juicios históricos, no hablo de los hechos: para estos últimos, no existe sino la verdad, y el historiador cristiano debe ser entre todos un narrador verídico. No debe halagar a nadie, ni disfrazar los errores de quien sea; al mismo tiempo, no debe temer el hacer justicia con los miles de calumnias que habían hecho de la historia una inmensa conspiración contra la verdad.
Mantendrá pues derecha la balanza, y es en esto en donde se mostrará fiel a la más rigurosa imparcialidad. Esto en cuanto a los hechos; en cuanto a los juicios, a las apreciaciones, es evidente que el cristiano debe ser completamente diferente del filósofo. Lo contrario sería simplemente absurdo, y la blandura en semejante materia sería gravemente reprensible. El cristiano juzga los hechos, los hombres, las instituciones desde el punto de vista de la Iglesia; no es libre para juzgar de otra manera, y es ello lo que hace su fuerza.
Un historiador cristiano cuyos juicios son aceptados por los filósofos es infiel, o los filósofos en cuestión ya no son filósofos. Es preciso pues resolverse a chocar, o, si no se tiene valor, abstenerse de escribir historia. Ya estamos hartos de esos libros híbridos cuyos autores creyentes hacen coro, en sus juicios, con los que no creen. Son esas innumerables traiciones las que han creado tantos prejuicios y también tantas inconsecuencias, obstáculo invencible para la formación de una catolicidad enérgica y compacta.
Pero, dirán ciertos escritores hábiles en disfrazar su fé con una verborrea a la moda, siempre fervientes en ensalzar lo que ellos llaman las ideas de la sociedad moderna, ¿ queréis acaso que escribamos la Historia con el tono de un libro de devoción? ¿deberemos hacer de nuestros libros, de nuestros artículos en las revistas, otros tantos sermones, otros tantos tratados de teología o de derecho canónico?
No, cada cosa tiene y debe tener el tono que le es propio; pero la historia es el gran teatro donde se produce lo sobrenatural, y es preciso tener el valor de mostrarla a vuestros lectores.
Nos habláis con admiración de la "Ciudad de Dios", del "Discurso sobre la historia universal", ése es, decís; el género cristiano en la historia; pero, por favor, ¿qué tiene de común la manera de San Agustín y de Bossuet, con la vuestra? ¡ Ellos narran todo, juzgan todo desde el punto de vista de Jesucristo y de su Iglesia; no hacen nada de ascetismo porque no es el lugar; pero, en cambio, se dedican a mostrar no solamente en su conjunto, sino hasta en sus detalles, el principio sobrenatural como dirigiendo y explicando todo; se los siente cristianos en cada línea, y leyéndolos, uno mismo se vuelve más cristiano. Ved allí al historiador tal como es, cuando se inspira en su fé.
Vaciláis en proclamar los milagros más evidentes, les buscáis explicaciones atenuantes del prodigio, a riesgo de desquiciar la fé de vuestros lectores; dejáis las profecías, disimuláis la santidad y su acción, para poner a hombres en escena, grandes hombres sin ninguna duda; aunque confesando la divinidad de la Iglesia, tratáis sobre todo de hacerla ver como sociedad humana; en una palabra, no negáis lo sobrenatural, pero lo ponéis a cubierto por temor de asustar y para parecer un hombre de vuestro tiempo.
 San Agustín y Bossuet todo lo contrario. Un filósofo, Saisset, nos ha dado una traducción de "la Ciudad de Dios"; en el prefacio, aunque testimoniando su admiración por el obispo de Hipona, lamenta que ese gran genio se detenga demasiado a menudo en pueriles interpretaciones de la Biblia, en relatos de milagros que huelen en demasía a sacerdote cristiano.
 ¡Ojalá pudieran nuestros historiadores de hoy merecer semejantes reproches! Será señal de que habrán escrito como se debe escribir, cuando se está iluminado con la luz de la fé. En efecto, San Agustín se detiene con frecuencia y largamente en los oráculos proféticos e ilumina sus relatos con una exégesis tan sabia como mística; ¿pero no es acaso el principal medio de comprender el cristianismo el pedir su comprensión a las divinas predicciones de las que éste salió ?
San Agustín desarrolla en un lenguaje inmortal el argumento que se deduce de la milagrosa propaganda del Evangelio, y al mismo tiempo se detiene a narrar los prodigios operados en la tierra de África, bajo sus ojos y a la vista de su pueblo, por las reliquias de San Esteban. Algunos de nuestros católicos aquejados de naturalismo se preguntarán por qué un genio tan grande estropea un tema tan grande con anécdotas de tan corto alcance. ¡Se perderán lamentando que semejantes detalles les hagan perder de vista las ideas generales! ¡Son ellos, ay, quienes pierden de vista esas ideas generales!
No ven el alcance de esos episodios milagrosos y contemporáneos del gran doctor. No comprenden que después que ha demostrado la divinidad del cristianismo por el hecho de su propagación operada contrariamente a todas las leyes de la historia, y a todas las condiciones de la naturaleza humana, le queda ahora por probar que la sociedad católica a la cual pertenece, de la cual es uno de sus obispos, es precisamente ese cristianismo que sólo Dios ha establecido por la fuerza irresistible de su brazo.
 Ahora bien, es por el don permanente de los milagros como esta identidad se prueba, y he aquí por qué San Agustín no cree rebajar el vasto plan de la "Ciudad de Dios" bajando a los hechos en apariencia mínimos de los que ha sido testigo, y en apoyo de los cuales puede invocar el testimonio de su pueblo. Examen precioso para el historiador cristiano, Y elocuente confirmación de las reglas que hemos expuesto en el capítulo precedente.
No hay que temer pues, escribiendo historia el exponerse al reproche de un cierto misticismo, si se entiende por esta palabra el tinte sobrenatural que resulta de un relato en donde la acción maravillosa de Dios se vislumbra a cada paso. Cuidémonos de sonrojarnos por ello; bastantes otros se dedican a expulsar de la historia a Dios y a su Cristo, como para tener a mucha honra el restablecerlo.
Pero todavía tengo que responder a otro prejuicio, al que debemos en parte unos imprudentes avances que algunos de nuestros historiadores creen poder hacer al naturalismo. Se persuaden de que esas complacencias son un medio de atraer a la fé a los filósofos, descubriéndoles una especie de analogía, de fraternidad entre el punto de vista cristiano y el punto de vista filosófico, en los hechos. De ahí esas frases de origen racionalista, esas consignas con ayuda de las cuales uno espera hacerse escuchar. Hay en esto dos inconvenientes. El primero que no es el menos grave, es que vuestras historias y vuestros artículos de revistas, al caer bajo los ojos de los católicos débiles para quienes no están escritos, no les hacen otro favor que el de entibiar su fé y sumirlos más profundamente en ese vacío del que tanta necesidad tendrían de salir.
Les sería útil encontrar libros apropiados para nutrir su creencia; os leen con confianza porque os saben católicos como ellos, y esta lectura los deja en un estado peor que el primero.
 El otro inconveniente es que, lejos de llevar a los filósofos a la fé, acrecentáis su orgullo. Triunfan viendo a católicos a remolque de sus sistemas; se aplauden por el progreso que han hecho, hasta imponer su lenguaje y sus ideas. Notan solamente lo incómodo de vuestra postura, porque os veis reducidos a llevar de frente dos sistemas a la vez: vuestra, creencia, a la que apreciáis por encima de todo, y 1as exigencias de lo que llamáis el espíritu de la sociedad moderna, al que tampoco queréis ser infiel. Estos contrarios se unen como pueden en vuestra obra; pero estad bien seguros que si escandalizáis indefectiblemente a varios de vuestros hermanos, no conseguiréis atraer a los otros.
Hoy más que nunca, que se comprenda bien, la sociedad necesita doctrinas fuertes y consecuentes consigo mismas. En medio de la disolución general de las ideas, solamente el aserto, un aserto firme, denso, sin mezcla, podrá hacerse aceptar. Las transacciones se vuelven cada vez más estériles y cada una de ellas se lleva un jirón de la verdad.
 Como en los primeros días del cristianismo, es necesario que los cristianos impresionen a todas las miradas por la unidad de sus principios y de sus juicios.
 No tienen nada que recibir de ese caos de negaciones y de ensayos de toda clase que atestiguan bien alto la impotencia de la sociedad presente. Ya no vive, esta sociedad, sino de unos pocos restos de la antigua civilización cristiana que las revoluciones aún no se han llevado y que la misericordia de Dios ha preservado hasta ahora del naufragio. Mostraos pues a ella tal como sois en el fondo, católicos convencidos. Ella tal vez tenga miedo de vosotros durante algún tiempo; pero, estad seguros, ella volverá a vosotros. Si la halagáis hablando su lenguaje, la divertiréis un instante, luego os olvidará; porque no le habréis hecho una impresión seria. Se habrá reconocido en vosotros más o menos, y como tiene poca confianza en sí misma, tampoco la tendrá ya en vosotros.
Hay una gracia agregada a la confesión plena y entera de la Fé. Esta confesión, nos dice el Apóstol, es la salvación de quienes la hacen y la experiencia demuestra que es también la salvación de quienes la escuchan. Seamos católicos y nada más que católicos, ni filósofos, ni soñadores de utopías, y seremos esa levadura de la que el Señor dice que hace fermentar toda la pasta. Lo repito, así lo fue al comienzo. Si la sociedad tiene una posibilidad de salvación, ésta reside en la actitud cada vez más resuelta de los cristianos. Que se sepa que no transigimos en nada, que desdeñamos repetir la jerga de los filósofos. Es una verdad de hecho que el cristianismo se impone, no por la violencia, sino por el ascendiente convicción de aquél que lo predica.
Por lo demás, todas las veces que se ha dado un ejemplo de esta franqueza, nunca deja de excitar la simpatía. Cuando Montalambert publicó la Introducción a la Historia de Santa Isabel, claro que produjo cierto asombro, algunos susurros, a propósito de esas páginas donde el sentimiento católico se expresaba con tanta desnudez.
Era difícil atacar abiertamente al naturalismo histórico con más energía de lo que lo había hecho el autor; ¿acaso la "Introducción" y el libro al que ésta conduce sufrieron por ello? Las numerosas ediciones están ahí para atestiguar lo contrario. Era preciso sin embargo remontar dos siglos para encontrar un libro escrito con esa desenvoltura católica. Ahí estaba el germen de toda una revolución y el ejemplo aprovechó a más de uno. Pero la influencia de ese bello y gran ejemplo no se extendió ni tan lejos ni tan generalmente como hubiera sido de desear. Con demasiada frecuencia desde entonces, hemos tenido historiadores católicos que, contrariamente al consejo del Salvador, han querido coser a la tela siempre nueva de la fé cristiana los jirones siempre viejos, aunque rejuvenecidos, de la historia humana.
¿De dónde proviene esta ilusión? ¿Es preciso ver en ella una señal de ese ablandamiento de los caracteres que ellos mismos señalan con tanta insistencia hoy en día?
No me atrevo a decirlo, porque sería devolverles, injustamente sin duda, el reproche que ellos dirigen a otros. Pero es dable pensar que si el sentimiento de la dignidad cristiana estuviera más claro entre ellos, estarían menos prontos a lisonjear los prejuicios modernos.
Como Donoso Cortés se darían cuenta por fin de que, desde hace largos años, damos la espalda al progreso, que las ruedas de nuestro carro están hundidas hasta el eje en un carril en donde pereceremos si no salimos de él con un supremo esfuerzo. Imaginarse hacer fé con el naturalismo es tan irrazonable como querer hacer en política orden con el desorden.
 Todo lo que se ensaya dentro de este método resulta mal, y las conquistas que con él se hacen no son tales.¡Qué clase de éxito es el de llegar a ponerse de acuerdo sobre el empleo de ciertas palabras tan sonoras como pérfidas, cuando se está separado por un abismo en cuanto al sentido que esas palabras representan! Son las ideas las que hay que rehacer, y no sé de nada más eficaz para eso que la historia contada de una buena vez tal como es, con sus enseñanzas sobrenaturales que hacen planear la figura de Cristo tanto sobre los mayores, como sobre los menores movimientos de la humanidad.
La suprema desgracia del historiador cristiano sería la de tomar como regla de apreciación las ideas del día, y trasponerlas a sus juicios sobre el pasado. Por el contrario, necesita verlas tales como son, hostiles al principio sobrenatural. Tiene que darse cuenta de los estragos del paganismo moderno, y para no ser invadido él mismo por éste, es necesario que tenga sin cesar la mirada fija sobre la inmutable verdad revelada, tal como se manifiesta en la enseñanza y la práctica de la Iglesia. "Un sentimiento enemigo de la fé, una sobreexcitación del espíritu pagano, dice el señor de Champagny, fue el hálito que impulsó la tempestad de 1789".
 Si todavía os demoráis en la admiración por las conquistas de entonces, mucho temo por vuestros juicios históricos y por el tono de vuestros relatos cualquiera sea por otra parte vuestra intención de ortodoxia. ¡Feliz el historiador que, en medio de la lucha de los principios contradictorios, liberado de toda búsqueda de popularidad, discípulo hasta en las cosas ínfimas de esta Iglesia a la que pertenece el porvenir del tiempo y el de la eternidad, habrá sabido atravesar una crisis tan terrible sin haber sacrificado la menor verdad a su paso!
Cristo, héroe de la historia
Tanto importa prevenir a los católicos contra la tendencia naturalista de las ideas de nuestro siglo en la apreciación de los hechos históricos cuanto y con mayor razón es necesario precaverlos de que ese naturalismo no existe simplemente en el estado de teoría, sino también que se encuentra generalmente insinuado y hasta aplicado en la mayoría de los escritos que han sido publicados desde hace mucho por autores incluso ortodoxos en su intención sobre las cuestiones de historia general o particular.
Nada es más raro que los libros de historia en donde nunca falte el sentido cristiano. Tal historiador será en su lenguaje privado , en su práctica, el fiel discípulo de la Iglesia el cual cuando toma una pluma, ya no encuentra sino la palabrería filosófica para narrar y explicar los hechos. Es una desgracia ese doble lenguaje, esta doble vida; pero es un peligro para los lectores, sobre todo para la juventud. De ello resulta que ya no encontramos más de esos cristianos todos de una pieza, como lo eran otrora, y como sería de desear que existieran muchos en nuestros días.
No es mi intención pasar revista aquí a la historia universal, ni señalar los mil puntos en los cuales se ha encontrado el medio de infiltrar el naturalismo; me limitaré a destacar al pasar algunos rasgos que podrán servir de ejemplo. En tesis general, el naturalismo se reconoce en un libro, cuando el autor finge velar la acción de Dios para destacar la acción humana; cuando se apega a las ideas filosóficas de Providencia, en lugar de proclamar el orden sobrenatural; cuando razona sobre la Iglesia como sobre una institución humana; cuando se pronuncia sobre los hechos, sobre las ideas, sobre los hombres, de manera distinta a la que la Iglesia misma se pronuncia. Se quiere ser de vanguardia, pasar por ser de su siglo; en una palabra, se está demasiado apresurado por recoger la clase de éxito reservado a quienquiera ha sabido merecer el nombre de hombre de progreso.
La historia del mundo antiguo es tratada dentro del género naturalista, cuando el narrador, en lugar de mostrar la imperfección de las virtudes paganas, les consagra una admiración a la cual no tienen derecho. Entiendo aquí por virtudes paganas esas cualidades y esas acciones brillantes en el exterior, cuyo principio no era el de realizar la ley divina, sino el orgullo, la dureza de corazón, el estoico desprecio de la vida, el culto bárbaro de una nacionalidad material.
Se conocen las funestas excitaciones que ha producido esta apoteosis de las virtudes paganas al final del siglo XVIII, y con qué rabia los monstruos de entonces se inspiraban en los ejemplos de Grecia y de Roma. Pero existe otro escollo que el historiador cristiano debe ocuparse de evitar. Discípulo de la Revelación, que tenga cuidado de no figurarse que los gentiles se encontraban impotentes para llegar al conocimiento del verdadero Dios y a la realización, en un grado suficiente, de las virtudes que lo honran y que son la salvación del hombre. Los medios de una Providencia sobrenatural para operar ese gran designio son uno de los objetivos de la historia cristiana; y al lado de la Iglesia judaica, la teología católica nos descubre la Iglesia de los gentiles, menos visible, menos latente, pero siempre accesible por la gracia que nunca que negada totalmente a la creatura humana, incluso a la más desamparada.
Aquí no se trata de la filosofía, instrumento de orgullo y de decepción, sino de la palabra de Dios transmitida de una manera oral, luchando contra la marea siempre creciente del politeísmo y reavivada por los socorros de esta Providencia sobrenatural de la que hablábamos hace poco y por mil incidentes exteriores, por mil toques interiores, que la infinita bondad de Dios no ha reservado solamente a los cristianos. Que el historiador católico nunca olvide estas palabras: "Dios quiere que todos los hombres sean salvos y lleguen al conocimiento de la verdad", y que se dedique a descubrir cómo, en el mundo antiguo, toda Nínive sabía ablandar la cólera del verdadero Dios, con la simple palabra de Jonás; y cómo el centurión Cornelio había madurado para el bautismo antes de haber conocido la misión del Salvador.
 El papel del pueblo judío, la resonancia de los prodigios operados en su favor, sus relaciones tan extendidas en ciertas épocas, sus migraciones a Egipto primero, más tarde a Asiria, a Persia, hasta a las Indias; la traducción de sus libros sagrados en lengua griega, en el siglo de los Ptolomeos; sus sinagogas desparramadas más allá de los limites del mundo conocido y florecientes en el seno de Roma y de Grecia, desde hacía ya siglos, cuando apareció el Hombre-Dios; todos esos hechos son otros tantos elementos con cuya ayuda es fácil seguir todavía hoy la huella de lo sobrenatural en los anales del mundo antiguo.
¿Hablaré de los oráculos, de los profetas de la gentilidad, de los que la Escritura nos proporciona un tipo en Balaán; de las Sibilas, limitándome incluso a lo que nos enseñan al respecto Cicerón y Virgilio? Fontenelle fue en Francia uno de los precursores del naturalismo, y no temió, en un siglo en que todavía reinaba la fé, dar un brutal desmentido a los más graves monumentos del cristianismo primitivo, sosteniendo que los oráculos no habían cesado al advenimiento de Cristo, dado, decía, que los oráculos no fueron siempre sino una superchería del paganismo. Le fue fácil a la ciencia cristiana demostrar que la tesis de Fontenlle conducía al pirronismo histórico, y vengar el buen sentido de los pueblos de la antigüedad, gratuitamente calumniado por un hombre roído ya por la antipatía de lo sobrenatural.
El historiador cristiano del mundo antiguo encontrará a menudo en su ruta a lo sobrenatural diabólico cuyo imperio aún no había sentido la fuerza victoriosa de la Cruz. Que no tema caracterizar la dura esclavitud de Satanás, que pesó sobre nuestros padres de la gentilidad, durante los siglos que transcurrieron antes del cumplimiento de la promesa.
Jamás ningún hombre ha sido del dominio propio del espíritu de las tinieblas sin haberlo merecido; pero, en esos tiempos, el poder del espíritu de la mentira era mucho más extendido de lo que lo ha sido desde la victoria del Hijo de Dios; y negar esta explicación de los horrorosos desórdenes del mundo antiguo, sería, en un cristiano, no solamente un acto culpable de respeto humano, sino una falta de fé que nada puede justificar.
Jesucristo no ha omitido hablarnos del diablo por su nombre; lo ha llamado el príncipe de este mundo; y se diría que ciertos autores cristianos de nuestros días tienen el partido tomado de no tener en ninguna cuenta numerosos pasajes del Evangelio en los que este agente perverso nos es denunciado como el autor de todos nuestros males. Se habla del mal, del genio del mal, del desorden, del error, de la depravación humana; pero toda esta metafísica encubre mal la repugnancia que se experimenta por poner en escena al ser maligno que tan hábilmente se aprovecha del olvido que ha sabido difundir en nuestros días, hasta sobre su existencia. Que nos sea entonces permitido decir que una historia del mundo antiguo donde no se articule el nombre del eterno enemigo de Dios y del hombre, donde uno se obstine en querer explicar el mal por el solo efecto de la perversidad humana y de las pasiones, no es ni una historia cristiana ni una historia completa. En ella se ha omitido sin motivo la principal causa de los desórdenes que había que narrar.
En cuanto al hecho de la sucesión de los imperios, de la unificación de los pueblos que debía ser su resultado, de las profecías que todo lo habían anunciado, es evidente que el historiador que no sabe o no quiere decir cuál es la finalidad de todas esas vicisitudes, que no señala el reino de Cristo que cada vez se acerca más, en cada revolución de los pueblos, es un ciego que trabaja en mantener a otros ciegos en las tinieblas, en el seno de las cuales se complace en habitar.
 Ésa es la historia sin finalidad, a la manera de los paganos que ignoraban adonde Dios llevaba al mundo. Los historiadores ven muy bien que todo desemboca en el imperio romano, en ese imperio colosal que debe sucumbir definitivamente; pero del imperio de Jesucristo al que el imperio romano debía servir de pedestal, de eso no hablan. Es porque, a sus ojos, Jesucristo es el gran civilizador de la raza humana, aquél a quien el mundo debe todo; pero decir que reina, que tiene un imperio, que este mundo es de su propiedad, que nadie manda en él en adelante sino en su nombre, eso es algo en lo que nunca se ha pensado. Jesucristo reina sobre los espíritus, sobre la moral de los hombres; su reino no está en este mundo. Verdaderamente se diría que tal es el pensamiento de muchos historiadores, cristianos sin embargo, cuando se los ve desarrollar la historia de los antiguos pueblos, sin parecer sospechar que preparan la vía al Verbo encarnado. Sí, claro, dicen que la venida de Cristo es el acontecimiento más grande de todos los tiempos, que Cristo es el autor de la más amplia y más saludable revolución que se haya efectuado en este globo, pero nunca dejan adivinar, ni aun menos lo dicen, que la tierra, durante millares de años esperó a su rey, y que lo posee desde hace diecinueve siglos.
Cuando nuestros padres, cuya educación había sido tan solidamente impregnada de cristianismo, bajaron a la liza para combatir a la escuela de Voltaire, quien osaba pretender que Jesucristo había hecho retroceder a la humanidad y que su religión conducía a los hombres a la barbarie, fue cuando se hizo necesario sostener contra los filósofos esta tesis nueva y fácil de demostrar, que la civilización moderna es, en todo lo que tiene de útil para el hombre y la sociedad, la hija del cristianismo, y que las religiones paganas, el politeísmo y la filosofía, llevaban a los pueblos al embrutecimiento y a la destrucción. Este punto de vista indiscutible no tenía entonces ningún peligro, porque los que lo sostenían no ignoraban que la misión de Jesucristo tuvo además como objetivo otros intereses mucho más preciosos para el hombre y la sociedad que los que se refieren a la economía política; se sabía que los frutos del cristianismo que, incluso en la vida presente, colocan a las naciones cristianas tan por encima de las que no lo son, no son sino puras consecuencias de esos otros beneficios de un orden infinitamente superior que Jesucristo vino a traemos. Se sabía de memoria el Evangelio; no se lo leía para buscar en él los versículos que uno imagina poder desviar en el sentido de las ideas del día, dejando a los otros de lado en discreto silencio; se aceptaba todo, y se sabía perfectamente que si Jesucristo anuncia que "el príncipe de este mundo será echado de su imperio", que la sangre redentora será derramada para la reparación del pecado, que el género humano será llamado a no formar ya nada más que un solo rebaño bajo el cayado del Buen Pastor que da su vida por sus ovejas, no se dice ni una palabra sobre la regeneración política de los pueblos, sobre la civilización por venir, sobre las futuras conquistas de la inteligencia, sobre el progreso de las ciencias y de las artes; todas ventajas que nos vinieron por el cristianismo y que sin él no hubieran venido. En todo el Evangelio, no hay sino una sola palabra de Cristo que designa estos bienes del tiempo : "Buscad el reino de Dios y su justicia, y el resto os será dado por añadidura". El resto, coetera, así es como Cristo habla de aquellos, por temor a que los hagamos la cosa principal, la propia cosa comparable.
Los defensores del cristianismo, en el siglo XVIII, sabían todo esto, comprendían todo esto, y se aplicaban en realzar todos estos beneficios exteriores del cristianismo, que el mismo Juliano el Apóstata empezaba a captar desde el siglo IV, y que Turquía en la actualidad nos envidia sin poderlos alcanzar jamás, y no era que dejasen de prestar la primera importancia a los beneficios sobrenaturales de los que el divino misterio de la Encarnación fue su fuente.
Desde entonces, el tiempo ha dado un paso; la sociedad moderna, de la que algunos de nosotros están tan orgullosos, ha comenzado sus destinos un tanto tormentosos; el cristianismo ya no figura dentro de las obras públicas; la legislación no lo reconoce como vínculo social, y si le asegura una protección más o menos amplia según los tiempos, no es de ninguna manera porque lo reconoce como divino, sino únicamente porque se supone que ese culto representa el interés religioso de la mayoría de la nación. En semejante situación, la fé vive aún en muchísimas almas, de suerte que los frutos del cristianismo continúan produciéndose en cierta medida; ¿pero cuál será el vínculo de los cristianos entre sí? ¿Cómo se unirán para formar esa fuerza invisible que triunfó del paganismo ? Sin duda, por la energía y la homogeneidad de la idea cristiana; es ahí donde está la necesidad y no en otra parte. Pregunto: ¿hay rastros de economía política, de utopías, de perfectibilidad humana, en los escritos de los autores cristianos de los tres primeros siglos? Sin embargo, en el siglo IV, los cristianos se habían convertido en la mayoría, y Constantino, al recibir el bautismo, era sólo un cristiano más. Si él no se hubiera rendido, su sucesor habría sido más clarividente y más sabio. ¿Cómo pues se operó la conquista? Por la fe en Jesucristo crucificado, aportó al mundo misterios para creer y virtudes sobrenaturales para practicar. A los ojos de los primeros cristianos, la era de Cristo no era la era de la civilización; demasiados crímenes y envilecimientos los rodeaban como para que tal ilusión se les hiciera posible; para ellos, la era de Cristo era la era de la salvación ofrecida a cada hombre, a condición de sacrificar los bienes de la vida presente a los de la futura, cuyo sendero acababa de ser abierto por el Redentor. No fue menester ni más ni menos para regenerar el mundo; en nuestros días, no será menester ni más ni menos para salvarlo.
Es pues una triste manera, para un autor cristiano que escribe la historia, presentamos la venida de Jesucristo al mundo como el gran hecho social y entregarse a los lugares comunes más o menos rejuvenecidos sobre ese tema. Nadie o casi nadie impugnará ni vuestros hechos ni vuestras conclusiones, tanto más cuanto sobresalís en hablar el lenguaje del día. Pero ¿cuándo entonces tendréis a bien emplear vuestro talento en escribir para los cristianos? ¿No comprendéis que todas esas miras de aplicación a un orden inferior, siempre reproducidas y con una variedad que no es sino aparente, dan por resultado desapegar poco a poco a los hombres del orden sobrenatural cuya primacía mantenemos en nosotros sólo por el esfuerzo de la fe? Los hombres tienen mayor necesidad de que se les repita que Jesucristo vino para redimirlos, que la necesidad que hay de decirles en todos los tonos que el objeto de su misión fue el de civilizarlos.
Pero, me diréis, ¿Hay, pues, que cesar de insistir sobre las consecuencias del Evangelio? Que Dios no quiera que os dé semejante consejo. Toda verdad es útil, pero toda verdad deber ser clasificada según su importancia. ¿Quién, hoy en día, una vez más, osa dudar de los resultados que ha producido el cristianismo para el perfeccionamiento de la condición humana en la vida presente? Algunos impíos, furiosos con los que no se discute. Los filósofos, los políticos, los economistas sensatos están con vosotros; inútil pues de rivalizar con ellos en materia de elogios para el gran civilizador de los tiempos modernos. Lo que acucia, lo que no es oportuno, es pensar en los cristianos que necesitan ser sostenidos y reunidos. A hora bien, no lo haréis sino proclamando en voz alta que, bajo el reinado de César Augusto, el Hijo único de Dios se dio encarnarse en el seno de una Virgen y ofrecerse en sacrificio para redimir los pecados del mundo y romper el yugo de Satanás que mantenía esclavizado al hombre. Hablando así, hablaréis como San Agustín y como Bossuet; claro que eso se asemejará un poco al catecismo, pero no os inquietéis por ello; es precisamente el catecismo el que hace falta hoy día. El catecismo sirvió de base a las dos grandes obras históricas de San Agustín y de Bossuet, y no se advierte que su talento haya disminuido por ello. A hora, si tenéis algo que agregar sobra las aplicaciones del Evangelio al bienestar del hombre y de la sociedad, no os privéis de hacerlo. Os escucharemos y lo aprovecharemos. Es cierto que nada nos sorprenderá, porque contábamos con él «por añadidura, caetera» prometido por Jesucristo mismo. Lo que necesitamos únicamente es que ese «por añadidura, caetera», no sea el único bien que oséis señalar en la venida de Cristo a la tierra. Somos débiles en la fe, con frecuencia nuestra educación ha sido poco cristiana, la sociedad que nos rodea no refleja nuestras creencias; y, lo que aumenta el peligro, vivimos en el seno de una revolución social que mantiene en fermentación todos los orgullos.
Se dirá tal vez que tomar tal camino, es el medio de poblar con sus libros los estantes de las bibliotecas de parroquia y de los gabinetes de buena lectura. Quizás, en efecto, vuestros libros cristianamente pensados y cristianamente escritos corran la suerte de ir a reunirse en esos humildes depósitos con el discurso sobre la historia universal, en lugar de abriros las puertas de la Academia; pero ¿qué desgracia veis en ello ? La primera necesidad hoy en día es fortificar y proteger a los cristianos en su fe; La segunda es aumentar su número. Si obtenéis la primera meta, no habréis perdido vuestro tiempo. En cuanto a la segunda, es evidente que lo aumentaréis poco, persuadiendo a los que no creen que los que creen, piensan y hablan como ellos. Por otra parte, tenemos escritores católicos, pocos, lo acepto, que sin dejar de buscar nada más que l pura ortodoxia, han negado a preocupar a la vez a los simples creyentes y a las personas de gusto y de inteligencia.
Y acaso no sentís la necesidad de decir alguna vez sus verdades a vuestro siglo? ¡No hace ya demasiado tiempo que se lo halaga y se lo extravía al no sostener lo verdadero sino con mesura, coloreando con un barniz moderno y dudoso lo que existe de más antiguo y de más inmutable? Tenéis razón, se han descubierto no sé qué terrenos neutrales en los que ciertos creyentes se reúnen con los no creyentes para celebrar unas especies de congresos de donde cada uno sale tan de avanzada como había venido; ¿pero qué resulta de esos encuentros?: mutuos cumplidos, y, en espera de que salga de otra cosa, la sociedad, que perece porque no se le habla francamente de Jesucristo, os pide cuenta de vuestros talentos, de vuestra influencia, ¿ qué digo? de vuestras convicciones cristianas, tan a menudo disimuladas bajo las apariencias naturalistas. Es tiempo de cargar su estilo con un acento más cristiano y hablar en los libros con el tono que se acostumbra usar en el seno de la familia. No instruiríais a vuestros hijos en su religión empleando teorías naturalistas; tendríais miedo de no hacer de ellos unos cristianos. Queréis para ellos el catecismo, que comentáis con vuestros ejemplos; que vuestros libros, vuestros discursos, vuestros escritos públicos, sean pues a su vez su expresión. EI momento es tanto mejor elegido por cuanto vosotros mismos comprobáis la benevolencia con que se os escucha. Dad el paso, y narrad en lo sucesivo los hechos históricos con el acento de un cristiano convencido que siente la necesidad de proclamar que el progreso está en Jesucristo y por Jesucristo. Seréis entonces un historiador digno ante Dios y ante los hombres.
Se sabe por experiencia que los hombres de hoy que no son creyentes no adivinan nada por sí mismos, en materia de principios, en las cosas religiosas. Esta impotencia resulta del silencio demasiado discreto que se guarda desde hace demasiado tiempo sobre ellos y los deja en una ignorancia total. Es imposible no sentirse impresionado por la abnegación y el tranquilo heroísmo de las hermanas de la caridad. Sin duda, en general es dable darse cuenta del principio de terminante de esa abnegación y de ese heroísmo, se sabe que el sentimiento religiosos es su fuente. Pero entre las personas que reclaman sus socorros, las que no tienen la felicidad de estar iluminadas por la luz sobrenatural, ¿qué idea se forman del sentimiento religioso que anima a esas hermanas? Porque, en fin, el sentimiento religioso se encuentra en todas partes donde existe una religión. ¿ De dónde proviene entonces que semejante abnegación no exista en las religiones del mundo antiguo? ¿ De dónde proviene que no se lo encuentre, entre los pueblos cristianos, sino entre los de la comunión romana? Ahí está pues el producto de un dogma particular que no se encuentra en otra parte. Se hubiera debido sondear hasta allí, en este sigla, en el que uno quiere enterarse de todo, en el que se confecciona la estadística de todo. No se hace eso; uno se limita a admirar, mientras se aceptan los servicios. En el fondo, la cosa es muy sencilla; basta con decir a los interesados: «Tenéis hermanas de caridad a vuestras órdenes... porque existe un sacerdocio fundado por Jesucristo, y porque los miembros de ese sacerdocio ejercen el poder de purificar las almas y de ponerlas luego en relación con Dios mismo, en un misterio que se llama la comunión y de los que ellos son los dispensadores. Si ese sacerdocio dejara de actuar, si fuera echado de nuestras sociedades, veríais apagarse al mismo tiempo a la raza de esa siervas de los pobres y de los enfermos. Lo que llamáis el sentimiento religioso no podría producirlas en lo sucesivo, ni aún menos multiplicarlas».
Es así como una cuestión de dogma revelado es traída naturalmente para resolver el problema particular del que hablamos; lo mismo sucede, que no se dude, para todas las otras cuestiones que se podrían suscitar sobre las diversas formas del progreso que el cristianismo ha hecho saborear a las naciones cristianas. Nuestros padres, que eran cristianos por tradición, no lo ignoraban cuando discutían la cuestión económica del cristianismo con los filósofos de entonces; pero nosotros, nosotros ya no lo sabemos, y es por eso que es necesario que nos lo digan, a riesgo de alarmar a algunos.
 Ahora bien, es tarea de la historia en particular el formular sus relatos de manera de saber expresar todo lo que importa que se conozca. ¿Qué es un relato histórico en el que se narran los efectos, sin confesar francamente las causas? Lo hemos dicho, y lo repetimos, el destino del género humano es un destino sobrenatural; de ello resulta que una historia que no se inspire en las fuentes sobrenaturales, no podría ser una historia verídica, por más cristianas que fuesen por otra parte las convicciones de aquél que creyó oportuno escribirla.
* Tomado de la versión digital de "ARBIL, Anotaciones de Pensamiento y Crítica", es editado por el Foro Abril, Zaragoza, nº 80.
 

MENSAJE DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II A MONS. WALTER BRANDMÜLLER, PRESIDENTE DEL COMITÉ PONTIFICIO DE CIENCIAS HISTÓRICAS

MENSAJE DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II A MONS. WALTER BRANDMÜLLER, PRESIDENTE DEL COMITÉ PONTIFICIO DE CIENCIAS HISTÓRICAS

Al reverendo monseñor, WALTER BRANDMÜLLER, Presidente del Comité pontificio de ciencias históricas

1. La Iglesia de Cristo tiene con respecto al hombre una responsabilidad que, en cierto modo, abarca todas las dimensiones de su existencia. Por eso, siempre se ha sentido comprometida en la promoción del desarrollo de la cultura humana, favoreciendo la búsqueda de la verdad, del bien y de la belleza, para que el hombre corresponda cada vez más a la idea creadora de Dios.

Con este fin, también es importante el cultivo de un serio conocimiento histórico de los diversos campos en los que se articula la vida de los individuos y de las comunidades. No existe nada más inconsistente que hombres o grupos sin historia. La ignorancia del propio pasado lleva fatalmente a la crisis y a la pérdida de identidad de los individuos y de las comunidades.

2. El estudioso creyente sabe también que posee en las sagradas Escrituras de la antigua y la nueva alianza una clave ulterior de lectura con vistas a un adecuado conocimiento del hombre y del mundo. En efecto, en el mensaje bíblico se conoce la historia humana en sus implicaciones más profundas: la creación, la tragedia del pecado y la redención. Así se define el verdadero horizonte de interpretación, dentro del cual pueden situarse los acontecimientos, los procesos y las figuras de la historia en su significado más recóndito.

En este contexto también hay que indicar las posibilidades que un marco histórico renovado puede ofrecer a una convivencia armoniosa de los pueblos, sostenida por una comprensión mutua y un intercambio recíproco de las respectivas realizaciones culturales. Una investigación histórica sin prejuicios y vinculada únicamente a la documentación científica desempeña un papel insustituible para derribar las barreras existentes entre los pueblos. En efecto, a menudo, a lo largo de los siglos se han levantado grandes barreras a causa de la parcialidad de la historiografía y del resentimiento recíproco. Como consecuencia, aún hoy persisten incomprensiones que son un obstáculo para la paz y la fraternidad entre los hombres y los pueblos.

La aspiración más reciente a superar los confines de la historiografía nacional, para llegar a una visión ensanchada a contextos geográficos y culturales más amplios, podría constituir una gran ayuda, porque aseguraría una mirada comparativa sobre los acontecimientos, permitiendo una valoración más equilibrada de los mismos.

3. La revelación de Dios a los hombres tuvo lugar en el espacio y en el tiempo. Su momento culminante, la encarnación del Verbo divino y su nacimiento de la Virgen María en la ciudad de David bajo el rey Herodes el Grande, fue un acontecimiento histórico: Dios entró en la historia humana. Por eso, contamos los años de nuestra historia partiendo del nacimiento de Cristo.

También la fundación de la Iglesia, a través de la cual él quiso transmitir, después de su resurrección y su ascensión, el fruto de la redención a la humanidad, es un acontecimiento histórico. La Iglesia misma es un fenómeno histórico y, por tanto, un objeto eminente de la ciencia histórica. Numerosos estudiosos, algunos de los cuales ni siquiera pertenecen a la Iglesia católica, le han dedicado su interés, dando una importante contribución a la elaboración de sus vicisitudes terrenas.

4. La finalidad esencial de la Iglesia no sólo consiste en la glorificación de la santísima Trinidad, sino también en transmitir los bienes salvíficos confiados por Jesucristo a los Apóstoles -su Evangelio y sus sacramentos- a cada generación de la humanidad, necesitada de la verdad y de la salvación. Precisamente este recibir del Señor y transmitir a los hombres la salvación es el modo como la Iglesia se realiza y se perfecciona a lo largo de la historia.

Dado que este proceso de transmisión, cuando se desarrolla a través de los órganos legítimos, está guiado por el Espíritu Santo conforme a la promesa de Jesucristo, adquiere un significado teológico, sobrenatural. Por tanto, cuanto se ha verificado a lo largo de la historia en lo que atañe al desarrollo de la doctrina, de la vida sacramental y del ordenamiento de la Iglesia, en sintonía con la tradición apostólica, debe considerarse como su evolución orgánica. Por eso, la historia de la Iglesia se manifiesta como el lugar oportuno al que es preciso acudir para conocer mejor la verdad misma de la fe.

5. Por su parte, la Santa Sede siempre ha estimulado las ciencias históricas a través de sus instituciones científicas, como lo testimonia, entre otras cosas, la fundación, realizada hace cincuenta años por obra del Papa Pío XII, de ese Comité pontificio de ciencias históricas.
En efecto, la Iglesia está muy interesada en un conocimiento cada vez más profundo de su historia. Con este fin, hoy se necesita, más que nunca, una enseñanza esmerada de las disciplinas histórico-eclesiásticas, sobre todo para los candidatos al sacerdocio, como recomendó el decreto Optatam totius del concilio Vaticano II (cf. n. 16). Sin embargo, para aplicarse con éxito al estudio de la tradición eclesiástica, son absolutamente indispensables unos conocimientos sólidos de las lenguas latina y griega, sin los cuales no se puede acceder a las fuentes de la tradición eclesiástica. Sólo con su auxilio es posible redescubrir también hoy la riqueza de la experiencia de vida y de fe que la Iglesia, bajo la guía del Espíritu Santo, ha ido acumulando durante los dos mil años transcurridos.
6. La historia enseña que en el pasado, cada vez que se adquiría un nuevo conocimiento de las fuentes, se ponían las bases para un nuevo florecimiento de la vida eclesial. Si "historia, magistra vitae", como afirma la antigua expresión latina, la historia de la Iglesia bien puede definirse "magistra vitae christianae".

Por tanto, deseo que el actual congreso dé un nuevo impulso a los estudios históricos. Esto asegurará a las nuevas generaciones un conocimiento cada vez más profundo del misterio de la salvación operante en el tiempo, y suscitará en un número de fieles cada vez mayor el deseo de tomar a manos llenas de las fuentes de la gracia de Cristo.

Con estos deseos, le envío a usted, monseñor, a los relatores y a los participantes en el congreso, mi afectuosa bendición.

Vaticano, 16 de abril de 2004

CARTA SOBRE LA INVESTIGACION DE LA HISTORIA Y EL HISTORIADOR CATOLICO

CARTA SOBRE LA INVESTIGACION DE LA HISTORIA Y EL HISTORIADOR CATOLICO

Carta de Su Santidad el Papa León XIII, a los Emínentísimos Cardenales Antonino De Luca, Vice-canciller de la Santa Iglesia Romana, Juan Bautista Pitra, Bibliotecario de la S. I. R., y José Hergenroether, Prefecto de los Archivos Vaticanos, en la cual, descubriendo las malas artes con que los enemigos del nombre cristiano, pretenden desfigurar la historia y los hechos de los Romanos Pontífices, relacionados con los asuntos de Italia, pide que varones probos y versados en este género de disciplinas, a quienes se les abrirán las fuentes de documentos de la Biblioteca Vaticana, se entreguen de lleno a escribir la historia.

LEON PP. XIII
Amados Hijos Nuestros, Salud y Bendición Apostólica.
Habiendo reflexionado con frecuencia, sobre los medios de que más particularmente se valen los que se esfuerzan por lanzar la sospecha y el odio sobre la Iglesia y el Pontificado Romano, hemos llegado a la conclu­sión de que sus esfuerzos se dirigen con gran violencia y astucia contra la historia del nombre cristiano; sobre todo contra aquella parte que trata de las obras realizadas por los Romanos Pontífices, que están unidas y en­trelazadas con los asuntos de Italia. Advertido lo cual por algunos Obispos de nuestro país, llegaron a decir que temblaban no menos ante el pensa­miento de los males que de allí ya se siguieron, que ante el temor de los venideros. Porque obran injusta y temerariamente los que se guían más por el odio al Pontificado Romano, que por la verdad de los hechos; y esperan que el recuerdo de los tiempos pasados, teñido por un falso y mentiroso color, venga en ayuda del nuevo orden de cosas en Italia.

Por lo tanto, ya que es propio de Nos, no sólo vindicar los restantes derechos de la Iglesia, sino también proteger su propia dignidad y el honor de la Sede Apostólica contra toda clase de injurias; deseando que triunfe finalmente la verdad y que los ciudadanos de Italia reconozcan de dónde procede tan grande multitud de beneficios como hasta el presente han reci­bido y recibirán en lo futuro, determinamos, Amados Hijos Nuestros, comu­nicaros nuestros pensamientos sobre un asunto de tanta importancia y con­fiar a vuestra prudencia la ejecución de los mismos.
Quien con ánimo tranquilo y libre de prejuicios, considere los grandes hechos e insignes monumentos de la Historia, verá que éstos, por sí mismos, defienden a la Iglesia y al Pontificado, tributándoles espontánea y magnifica alabanza. Porque a través de ellos se puede conocer y contemplar la verdadera naturaleza y grandiosidad de las instituciones cristianas; en ellos se percibe la divina fuerza y virtud de la Iglesia, en medio de las violentas luchas y espléndidas victorias; y ante el testimonio irrefutable de Ios hechos, surgen evidentes los grandes beneficios hechos por los Pontífices Má­ximos, en favor de todos los hombres, y muy en particular de aquéllos en cuyo territorio la Divina Providencia colocó a la Sede Apostólica.
Por lo cual, a todos aquellos que se esforzaron en zaherir al Pontificado con toda clase de sinrazones y calumnias, les habría sido muy útil no des­preciar el testimonio de los grandes hechos de la Historia. Por el contrario, prefirieron mutilarlos y desfigurarlos, y esto con tal arte y pertinacia, que convirtieron en armas para inferir injurias, aquellas mismas que hubieran servido para rechazarlas.
Este sistema de ataque, fué ensayado tres siglos antes, primeramente por los Centuriadores de Magdeburgo; mas como nada pudiesen, siendo éllos los inventores y propagadores de las nuevas opiniones para destruir las defensas de la doctrina católica, impulsaron a la Iglesia al terreno de las disputas históricas, como a un nuevo género de lucha. El ejemplo de los Centuriadores fué imitado por casi todas las Escuelas que se apartaron de la antigua doctrina, y lo que es aún más triste, también por algunos católicos de nacionalidad italiana. Y movidos por aquel propósito que dijimos, se dieron a investigar hasta los más mínimos documentos de la antigüedad, y a examinar los más ocultos rincones de los archivos; se publicaron fútiles fábulas; las calumnias cien veces refutadas, fueron otras tantas renovadas.
Con frecuencia habiendo mutilado o astutamente oscurecido los aspectos fundamentales de los hechos, supieron, con no menor astucia, pasar en si­lencío las gestas gloriosas y los méritos memorables, mientras se ensañaban cruelmente, persiguiendo y exagerando las menores deficiencias, tanto más difíciles de evitar, cuanto mayor es la debilidad de la naturaleza humana. Más aún, se tuvo por licito investigar hasta algunos secretos de la vida doméstica, con maliciosa sagacidad, extrayendo de allí y publicando todo aquello que era más apto para incitar el escándalo y la burla de la plebe, tan proclive a la murmuración.
Aun aquellos de entre los, Pontífices Máximos, cuya virtud fué más manifiesta, muchas veces fueron tachados de soberbios y vituperados como codiciosos y altivos. Se criticaron los consejos de aquellos otros, cuya gloria, por los hechos realizados, era imposible eclipsar, y se oyó repetir mil veces aquella necia frase, de que la Iglesia no se ha hecho digna del aprecio de los hombres cultos ni de la benevolencia de las gentes. Pero en particular los más acerados dardos de la maledicencia y de supuestos crimenes, fueron arrojados contra el principado temporal de los Romanos Pontífices, insti­tuído no sin consejo divino para defender la libertad y majestad de éstos, habiendo sido fundado con justísimo derecho y siendo ya memorable por sus innumerables beneficios.
Fresco está aún el reciente episodio de Sicilia, en que tomando ocasión de un cruento recuerdo, fué injuriado el nombre de Nuestros predecesores y tratado con agreste crueldad en los discursos, que han quedado consignados en perennes documentos. Lo mismo acaeció poco después al tributarse honores públicos a un ciudadano de Brixen, el cual, no obstante haber sido un ingenio sedicioso y de espíritu adverso a la Sede Apostólica, fué entre­gado a la posteridad, como varón insigne. Entonces comenzaron a excitarse nuevamente las iras populares y a agitarse las hachas ardientes de los insultos contra los Pontífices Máximos. De ahí que si algo había digno de conmemorarse, lo cual resultase de mucha honra para la Iglesia, al destruir la luz manifiesta de la verdad todos los aguijones de las calumnias..., se trabajó de tal manera, atenuándolo y disminuyéndolo, que sólo se diese a los Pontífices una mínima parte de la alabanza y del mérito debidos.
Pero, lo que es más grave, hasta las mismas Escuelas han sido invadi­das por este modo de tratar la historia. Con mucha frecuencia se obliga a los niños a aprender narraciones llenas de falsedades y engaños; con lo cual .se obtiene que, acostumbrados a esto, los alumnos (sobre todo cuando se añade la perversidad y liviandad de los maestros), fácilmente toman fastídio de la veneranda antigüedad e inverecundo desprecio por las cosas y personas más santas y dignas de respeto. Pasados los rudimentos de las letras, no es raro que aumente para ellos el peligro. Pues en el estudio y consideración de las disciplinas superiores, se pasa de la narración de los hechos a la investigación de las causas de los mismos; y de las causas, se procede a la formulación de juicios temerariamente ficticios, que con fre­cuencia disíenten abiertamente de la doctrina divinamente revelada, y cuyo único propósito es disimular y encubrir todo cuanto pudieron realizar las enseñanzas cristianas, én el decurso de las cosas humanas y en la sucesión de los tiempos, para provecho y salvación de los hombres. No son pocos los que han aceptado ya tales errores, mas con tan escasa crítica, que no han caído en la cuenta de las discrepancias y contradicciones que afirman, ni de las grandes tinieblas con que envuelven a la llamada Filosofía de la Histo­ria. En un.a palabra (para no tratar de todos en particular), dirigen todo su sistema de enseñar la historia, a hacer sospechosa la Iglesia, y odiosos los Pontífices, y sobre todo a persuadir a la multitud, de que el imperio temporal de los Romanos Pontífices, daña a la incolumidad y grandeza de los asuntos de Italia.
Pero nada más falso y contrario a la verdad: causa hasta estupor el ver cómo tales acusaciones, refutadas por tantos testimonios y con tanta fuerza de argumentación, hayan podido parecer verosímiles a muchos. En realidad la historia entregó al recuerdo de la posteridad los grandes méritos del Pontificado Romano, para con Europa y en particular para con Italia, siendo esta última entre todas las demás naciones, como era más fácil y natural, la que recibió de la Sede Apostólica los mayores provechos y ven­tajas. De entre éstas, recordemos en primer lugar que, gracias al Pontificado, pudieron mantener incólume la concordia y evitar las disidencias en materia religiosa; bien inmenso, ciertamente, para los pueblos; quienes lo poseen, tienen en sus manos una defensa firmísima para la prosperidad pública y doméstica. Y para referirnos a algo en particular, nadie ignora que, después de saqueadas las riquezas de los Romanos, en las terribles incursiones de los bárbaros, fueron los Romanos Pontífices quienes, más que nadie, supie­ren resistir fortísimamente a los invasores, tanto que, gracias a su consejo y a su constancia en reprimir el furor de los enemigos, ni siquiera una vez se dió el caso de que el suelo italiano fuera castigado con la matanza y los incendios; ni la ciudad de Roma con la devastación y la muerte.
Y cuando los Emperadores de Oriente volvieron sus cuidados y pensa­mientos hacia otra parte, jamás, en medio de tanta soledad y pobreza, encontró Italia la defensa de sus intereses, sino en los Romanos Pontífices. La insigne caridad de éstos, ayudada por otras causas, logró atenuar en lo posible aquellas calamidades, ya a los comienzos de su principado temporal, cuya mayor gloria consistió ciertamente en haber estado siempre unido con la mayor utilidad común; pues el dispensar toda la mejor atención y benevo­lencia, cual lo hizo la Sede Apostólica, y el dar a los asuntos civiles la efi­cacia de su poder, y el cargar simultáneamente con las más grandes pre­ocupaciones de la ciudad, es algo que merece perenne gratitud, ya que la libertad y las oportunidades necesarias, dadas por el principado civil, hicie­ron posible la realización de ingentes obras de todo género.
Más aún, como la conciencia de su oficio impulsase a Nuestros predece­sores a defender los derechos de su imperio contra la avaricia de los ene­migos, tuvieron también que rechazar no pocas veces la dominación extran­jera en gran parte de Italia. Algo semejante se vió también en épocas más r recientes, cuando la Sede Apostólica no se doblegó a las armas vencedoras del máximo Emperador, sino que exigió de los Reyes aliados la devolución de todos los derechos a su principado.
Recordemos igualmente aquellas otras ventajas obtenidas por el pueblo italiano, cuando los Romanos Pontífices, con toda libertad, resistieron a la .voluntad injusta de los príncipes, y cuando aunadas por ellos las fuerzas de Europa, se opusieron con insigne fortaleza a las bárbaras acometidas de los Turcos, que amenazaban con sus continuos atropellos. Dos colosales batallas fueron emprendidas y ganadas, gracias al trabajo y a los auspicios de la Sede Apostólica, habiendo sido derrotados los enemigos del nombre italiano y católico; una en el campo de Milán, la otra junto a las islas Curzolares. La fuerza y la gloria naval de Italia continuó, por consejo de los Pontífices, las expediciones comenzadas en Palestina; y de la sabiduría de los Pontífices recibieron sus leyes, su vida y su estabilidad, las instituciones públicas del pueblo. Es también gloria de la Sede Apostólica, en gran parte, la conquistada por el nombre italiano en el terreno de las letras y de las Artes. Fácilmente habría perecido la literatura de los Romanos y Griegos, de no haber salvado como de un naufragio los restos de tantas obras, los Pontífices y los Clérigos.
Las obras realizadas en la ciudad de Roma hablan muy alto en su favor. Los nuevos Museos y las Bibliotecas que acaban de surgir, gracias al concurs6 de eminentes artífices; las Escuelas abiertas para enseñanza de la adolescencia; los grandes Liceos munificentísimamente fundados; he ahí las razones por las cuales Roma llegó a tan alta gloria, que es tenida, en la común opinión de los hombres, como la madre de las Bellas Artes. Todo esto y muchas otras cosas, son por sí mismas tan claras y evidentes, que el llamar al Pontificado o al principado temporal de los Pontífices enemigo del nom­bre italiano, equivale a mentir y negar las cosas más obvias y manifiestas. Engafiar a sabiendas es un proceder criminal; como también lo es el con­vertir a la historia en un dafíoso veneno.
Pero, mucho más reprensible es esto en hombres católicos, y aún más en los nacidos en Italia, a quienes más que a los otros, si es que tienen un corazón agradecido, debiera moverlos el honor de su religión, y el amor a la patria, no sólo a la afición, sino también a la defensa de la verdad. Pues es indigno que, mientras muchos de entre los mismos Protestantes, dotados de buen ingenio y recto juicio, han depuesto ya gran parte de sus prejuicios, e impulsados solamente por la fuerza de la verdad, no dudan en elogiar al Pontificado Romano, como portador de la cultura y de otras grandes ven­tajas para la República, haya muchos católicos que hagan lo contrario. Católicos, que prefieren lo adventicio en las ciencias históricas, buscan .a los escritores extraños más adversos a las instituciones católicas, y de tal manera los siguen y aprueban que rechazan a nuestros mejores historia­dores, a los que supieron escribir la verdadera historia, sin apartarse por ello del amor a la patria, ni de la gratitud y amor a la Sede Apostólica.
Apenas es creíble además, cuán enorme. sea el mal de esa historia ser­vil, que sólo rinde vasallaje a las tendencias partidarias y a los múltiples caprichos de los hombres. Porque entonces deja de ser maestra de la vida y luz de la verdad, como dijeron los antiguos con todo acierto que debiera ser, y se convierte en vil aduladora de los vicios y en vehículo de corrupción, principalmente para los jóvenes, cuyas mentes llenará de peligrosas opi­niones, apartando luego sus ánimos de la honestidad y de la modestia. Pues la historia hiere con sus atractivos los prematuros y ardientes ingenios; los jóvenes asimilan con ansias y retienen profundamente grabada por mucho tiempo en el alma la imagen que se les presenta de la antigüedad, no menos que el recuerdo de los hombres que parecen revivir ante sus ojos a través de‑ la narración histórica. Y así una vez bebido, desde los tiernos años, el veneno, apenas será posible encontrar el remedio que lo neutralice, cuando ello no sea del todo imposible. Pues no es del todo fundada aquella espe­ranza, de que con la edad tendrán un juicio más recto, al olvidar lo que en un principio aprendieron, ya que son muy pocos los que se dedican después a profundizar concienzudamente la historia; y al llegar a la edad madura, quizá encontrarán en la vida cotidiana más motivos para confirmar que para corregir sus errores.
Por lo cual, es de urgencia impostergable salir al encuentro de tan inminente peligro, y procurar por todos los medios posibles que el arte his­tórico, tan noble por otra parte, no siga por más tiempo convirtiéndose, en instrumento de tan enormes males públicos y privados. Conviene que varones probos y profundamente versados en esta clase de disciplinas, trabajen de lleno en escribir la historia, con tal propósito y con tal método, que apa­rezca lo que es verdadero y sincero, y queden docta y oportunamente refu­tados los injuriosos crímenes que desde hace bastante tiempo se vienen propalando contra los Romanos Pontífices. Opóngase pues a la narración vana y sin contenido serio, el trabajo y la madurez de la investigación; a la temeridad de las afirmaciones, la prudencia del juicio; a la ligereza de opiniones, una sabia selección de argumentos.
Hay que esforzarse grandemente, por que se refuten todas las mentiras y falsedades, acudiendo para ello a las fuentes mismas de los hechos. Y deben advertir los escritores, ante todo, y. tener muy presente que, la primera ley de la historia es no atreverse a decir cosa alguna que sea falsa, y luego no temer jamás el decir lo que sea verdadero, a fin de que no haya contra el escritor sospecha alguna de afecto ni de odio (1). Es además nece­sario redactar textos y comentarios ‑para las Escuelas, con los que, salva la verdad y sin peligro alguno de los jóvenes adolescentes, se pueda ilustrar y aun fomentar el mismo arte histórico. Para esto, una vez terminadas las obras que requieren mayor trabajo y que habrán sido redactadas a la luz de los documentos que se tienen por ‑más ciertos, bastará después entresacar lo principal de ellas y escribirlo clara y brevemente; asunto por cierto no difícil, pero que será de gran utilidad y dignísimo por tanto de que en él se ocupe aun la ciencia de excelentes ingenios.
No es esta palestra nueva ni reciente; más aún, están marcados en ella no pocos vestigios de varones eminentes. Puesto que la Iglesia cultivó asiduamente desde un principio la ciencia histórica, propia de asuntos tanto sagrados como profanos, según el juicio de los antiguos. En medio de aque­llas cruentas tempestades que sobrevinieron en los comienzos del nombre cristiano, se conservaron incólumes numerosas actas y documentos de la época. Y así, cuando brillaron tiempos más tranquilos, comenzaron a flo­recer en la Iglesia los estudios de los historiadores; Oriente y Occidente vió los doctos trabajos de este género, los de Eusebio Pánfilo, Teodoreto, Sócra­tes, Sozomeno y tantos otros. Y después de la caída del Imperio Romano, cuando la historia, como las demás artes humanas, no encontró *más re­fugio que los monasterios, fueron los eclesiásticos los únicos que la culti­varon. De tal manera que si los religiosos no hubiesen pensado en escribir los anales, apenas tendríamos noticias de un largo período de la historia,
(1) Según la frase de Cicerón: "primam esse historiac legem no quid falsi dicere audeat: deinde no quid veri non audeat; no qua suspicio gratiao sit in seribendo, no qua simultatis".
ni aun siquiera de las cosas civiles. De los más recientes, baste conmemorar n aquellos dos escritores que nadie ha superado: Baronio y Muratori primero juntó a una increíble erudición, la fuerza de su ingenio y la sutileza de su juicio; el segundo, aunque en sus escritos se encuentran "muchas cosas dignas de censura" (2), con todo reunió tanto material de documentos para ilustrar los hechos y vicisitudes de Italia, que nadie lo ha superado hasta ahora. Muchos otros esclarecidos y grandes varones pudieran fácilmente afiadirse a éstos, entre quienes Nos es muy grato recordar al Card. Angel Mai, gloria y ornamento de vuestro noble Orden.
El gran Doctor de la Iglesia, San Agustín, excogitó antes que nadie y llevó a cabo el arte filosófico de la historia. Los posteriores que en este punto realizaron algo digno de mención, tuvieron al mismo Agustín como maestro y guía, con cuyos comentarios y escritos cultivaron diligentemente su ingenio. A los que, por el contrario, se apartaron de las huellas trazadas por tan esclarecido varón, los alejó también de la verdad una multitud de errores, pues distraídos sus espíritus en los caminos y bullicios de las ciu­dades, carecieron de aquella verdadera ciencia de las causas, en que están contenidas las cosas humanas.
Por tanto, si la Iglesia, en el recuerdo de todos, mereció siempre bien de las ciencias históricas, merézcalo también ahora, ya que a conquistar Igual gloria la impelen las mismas circunstancias de los tiempos. Pues como sus enemigos suelen buscar en la historia, según ya dijimos, las hos­tiles flechas que han de dirigir contra la Iglesia, es necesario que ella pelee con las mismas armas y que por donde es más furiosamente atacada por allí se fortifique con mayor empeño, para rechazar los ataques.
Con esta intención dijimos en otra oportunidad que Nuestros Archivos estaban abiertos, en cuanto se puede, para proveer de armas a la religión y a las buenas artes; y hoy igualmente decretamos que preste todos los opor­tunos auxilios nuestra Biblioteca Vaticana para realizar las obras histó­ricas de que hablamos. No dudamos, Amados Hijos Nuestros, que la auto­ridad de vuestro oficio y el prestigio de vuestros méritos, fácilmente atraerá a vuestro alrededor varones doctos y experimentados en el arte de la histo­ria, a quienes muy bien podréis asignar su determinado trabajo, según las habilidades de cada uno, conforme a leyes concretas que han de ser sancio­nadas por Nuestra autoridad. A cuantos unirán su estudio y su trabajo con el vuestro en esta causa, mandamos ‑estar con ánimo sereno y tranquilo, y confiar en Nuestra singular benevolencia; pues se hace una cosa digna de nuestras aficiones y patrocinio; la cual, ciertamente, tenemos grandes espe­ranzas que ha de ser de verdadera utilidad.
Pero para probar con firmes argumentos, es necesario desprenderse del deseo de imponer la propia opinión; la verdad, por sí misma, superará y que­brantará los ataques, desde tiempo ‑ha dirigidos contra la misma verdad, la cual podrá ser obscurecida por algún tiempo, pero no extinguida.
(2) Benedicto XIV. Carta del 31 de Julio de 1748 al Supremo Inqui­sidor de España.
Y ojalá se exciten cuantos más sea posible con el deseo de investigar la verdad, y así descubran útiles documentos para el futuro. Pues en cierta ma­nera clama toda la historia, que es Dios quien rige providentisimamente los diversos y perpetuos movimientos de las cosas humanas, y que, El los con­vierte, aun en contra de la voluntad de los hombres en incremento de su Igle­sia. Clama igualmente que siempre salió vencedor el Pontificado Romano do las luchas y de la violencia; que sus impugnadores, perdida toda esperanza, se prepararon su propia perdición. Ni menos abiertamente atestigua la his­toria que fue previsto por el cielo, ya desde un principio, lo que llegaría a ser la ciudad de Roma, esto es: domicilio y sede perpetua de los sucesores de S. Pedro, que desde allí, como de un centro, gobernarían a la universal República cristiana, no sujetos a ninguna potestad. Y que nadie se atrevió a rechazar esta determinación de la divina Providencia, sin que tarde o tem­prano sintiese ser vanos sus intentos.
Esto es lo que se puede contemplar, como colocado en un ilustre monu­mento, confirmado por el testimonio de 20 siglos; ni hay que pensar que lo que vendrá en lo futuro, será distinto de lo pretérito. Ahora, ciertamente, se atreven a dirigir toda clase de hostilidades, contra el Pontificado Romano, las poderosas sectas de los enemigos de Dios y de su Iglesia, llevando la gue­rra contra su misma Sede. Con lo cual pretenden debilitar las fuerzas‑y dis­minuir la sagrada potestad de los Romanos Pontífices; más aún, suprimir si posible fuera, el mismo Pontificado.
Las cosas que aquí pasaron después de la caída de la Urbe, y las que actualmente pasan no permiten dudar acerca de las intenciones que llevaban los que se presentaron como los constructores y directores de los asuntos pú­blicos. A estos se plegaron muchos otros, tal vez no con la misma intención, pero sí con deseos de levantar y engrandecer la República. Así creció el nú­mero de los que luchaban contra la Sede Apostólica; y el Romano Pontífice cayó en aquella mísera condición que los católicos unánimemente deploran. Pero a aquellos les sobrevendrá lo mismo que a sus predecesores, quienes venían con el mismo propósito y con igual audacia.
Por lo que toca a los italianos, esta vehemente lucha contra la Sede Apostólica, que injuriosa y temerariamente han comenzado, ha de acarrearles in­gentes daños, tanto dentro como fuera del país. Para excitar los ánimos de la multitud y enajenar sus voluntades, se ha dicho que el Pontificado se opo­ne a la prosperidad de Italia. Pero todo lo que arriba dejamos dicho, refuta suficientemente toda esta inicua y tonta recriminación. A pesar de todo, el Pontificado será para los ciudadanos italianos en lo venidero, lo mismo que fue antes: benévolo y saludable; porque ésta es su constante e inmutable na­turaleza: merecer bien y ser de provecho para todos. Por esto, no es propio de hombres que buscan el provecho público, privar a Italia de esta máxima fuente de beneficios; ni es digno de los italianos unir su causa a la de aque­llos que en ninguna otra cosa piensan, si no es en la perdición de la Iglesia.
Del mismo modo, no conviene ni es prudente consejo el luchar contra aquella potestad, de cuya perpetuidad sale fiador el mismo Dios, y cuyo testigo es la historia; y como la veneran religiosamente los católicos de todo el orbe, importa a los ciudadanos de Italia el defenderla con todo género de cuidados; es asimismo necesario que la reconozcan y estimen los magistrados de las naciones, principalmente en estos tiempos tan azarosos, cuando hasta los mismos fundamentos en que se basa la sociedad humana parecen vacilar. Si, pues, todos aquellos en quienes hay un verdadero amor a la patria, en­tendiesen y penetrasen la verdad,’ debieran poner su cuidado y esmero, en re­mover principalmente las causas de esta funesta discordia, y satisfacer, como es justo, a la Iglesia católica que tan razonablemente pide y solicita sus de­rechos.
Finalmente, nada deseamos más intensamente que cuanto hemos recor­dado, as! corno queda consignado en documento escrito, así se adhiera pro­fundamente en los ánimos de los hombres. En lo cual, propio es de vosotros, Hijos Nuestros muy amados, poner cuanto mayor, cuidado e industria os sean posibles. Para que vuestro trabajo, pues, y el de aquellos que con vosotros trabajaren sea más fecundo, amantísimamente os impartimos en el Señor la bendición apostólica, para vosotros y para ellos, como augurio de celeste protección.
LEON PP XIII

HISTORIA DE LA IGLESIA EN 9 DE JULIO

HISTORIA DE LA IGLESIA EN 9 DE JULIO

LA HEURISTICA,
EN EL ESTUDIO DE LA HISTORIA ECLESIÁSTICA DE 9 DE JULIO
-Breves consideraciones generales-
 
 

Por Héctor José Iaconis

 
 
Ciertamente, la historia de la Iglesia en el Partido de Nueve de Julio es sumamente rica en acontecimientos, por demás significativos, a los que están ligadas figuras ejemplares, tanto de  consagrados, como de sacerdotes y laicos.
Con relativa frecuencia salen a la luz interesantes trabajos sobre la temática en cuestión, generalmente circunscriptos, por así decirlo, a un entramado  más anecdótico que fehaciente.
Ocurre, pues, que la historia eclesiástica es un área del conocimiento que no puede limitarse solo al estudio fáctico, del hecho en sí -estructura fundamental de todo relato-; mas, descontando la inexpugnable contextualización temporal, debe tenerse particular cuenta que, en este orden, todo suceso está íntimamente ligado al proyecto salvífico de Dios: la Iglesia es Cuerpo místico de Cristo(1).
"La historia de la Iglesia -sugiere el Papa León XIII- es como un espejo donde resplandece la vida de la Iglesia […]. Mucho mejor aún que la historia civil […], demuestra aquella la soberana libertad de Dios y su acción providencial sobre la marcha de los acontecimientos. Los que la estudian, no deben nunca perder de vista que ella encierra un conjunto de hechos dogmáticos que se imponen a la fe […]. Esta idea directiva y sobrenatural que preside los destinos de la Iglesia es, al mismo tiempo, la llama cuya luz ilumina la historia"(2).
Hubert Jedin, director del acreditado “Manual de Historia de la Iglesia”, entiende que, "en su conjunto, la historia de la Iglesia sólo puede ser comprendida dentro de la historia sagrada; su sentido ultimo sólo puede integrarse en la fe. La historia de la Iglesia es la continuación de la presencia del Logos en el mundo (por la predicación de la fe) y la realización de la comunión con Cristo con Cristo por parte del pueblo de Dios del Nuevo Testamento (en el sacrificio y sacramento), realización en que cooperan a la vez misterio y carisma"(3).
Historia de la Iglesia, "es -según Alvarez Gómez- la ciencia que investiga y expone, en su nexo causal, el progreso interno y externo de aquella Sociedad [sic] fundada por Cristo y dirigida por el Espíritu Santo a fin de hacer partícipes a todos los hombres de los frutos de la Redención"(4).
Pero, como disciplina científica, parte indispensable para el estudio de la Teología, debe sistematizarse en un método histórico, cuya aplicación es caracterizada por distintos autores.

El uso, insustituible, de las fuentes

Ante esto, cobra vital importancia el uso de las fuentes. El investigador no podrá sustraerse de aquello que certifique la autenticidad de las afirmaciones; y ante las opiniones e interpretaciones, si se quiere aclaratorias, propondrá aquello que no se contraponga a la aplicación de un método científico.
Para Jedin, el uso de las fuentes históricas, ocupa el primer estadio metodológico: "Como cualquier otra historia, la historia de la Iglesia depende también de sus fuentes, y solo puede afirmar o negar acerca de acontecimientos y situaciones del pasado eclesiástico lo que halla en las fuentes rectamente interpretadas. Las fuentes […] han de ser buscadas […]; ha de examinarse su autenticidad, han de editarse en textos seguros y ha de investigarse  su fondo o valor históricos. El primer fin de la investigación histórica así practicada es la fijación de las fechas y hechos históricos […], sin cuyo conocimiento resulta incierto todo paso adelante […], cuando no degenera  en construcción sin fundamento". Y agrega, "por la indagación y elaboración crítica de las fuentes ha alcanzado la historia de la Iglesia, desde el siglo XVI, categoría científica"(5).
Álvarez Gómez  afirma que, "como en cualquier otra rama de la Historia", el método utilizado por la historia eclesiástica, tiene la característica de ser Critico, desde el punto de tender a "examinar rigurosamente las fuentes, según las técnicas propias de la crítica interna y externa"(6).
La clasificación y jerarquización de estos sustentos demandará, quizá, la mayor parte de la primera etapa de la investigación.

La clasificación de las fuentes(7)

En general, las fuentes que testimonian el pasado de la iglesia, pueden agruparse:
▪ Por su forma → Orales, figuradas y escritas.
▪ Por su origen → Divinas y humanas.
▪ Por el tiempo → Contemporáneas, próximas y remotas.
▪ Por el autor → Auténticas, apócrifas y anónimas.
▪ Por su carácter social → Públicas y privadas.

Las fuentes en la dimensión de los archivos locales

Dentro de las denominadas fuentes escritas, sabemos, es sumamente rico el caudal de algunos archivos locales, eclesiales y estatales, en este sentido. Aunque no se niega que, para ciertas materias específicas, el investigador experimenta una cierta insuficienciencia  documental, pues no son  pocos los justificantes inéditos perdidos.
Es importante determinar, si bien a manera de general, el contenido temático de los repositorios  locales, y su relación con la investigación de la historia eclesiástica:
▪ archivos municipales:
→ Correspondencia intercambiada por el clero con el Poder público.
→ Decretos y ordenanzas promulgados en relación con el culto.
→ Estadísticas generales.
→ Expedientes sobre la construcción y mantenimiento de edificios; y sobre otros asuntos temporales.
▪ archivos parroquiales:
→ Libros de Partidas de Bautismo, Matrimonios y Defunción (hasta 1889).
→ Circulares y notas directivas enviadas por la Curia Eclesiástica.
→ Expedientes matrimoniales (reservados).
→ Libros de Fábrica.
→ Libros de Autos de Visitas Episcopales (reservados para algunos años).
→ Cartas pastorales de los obispos.
→ Libros de actas y registros de las asociaciones piadosas parroquiales.
Naturalmente a estos debe incluirse el acervo de los  archivos curiales y de otras instituciones privadas.
Los primeros, cuya organización archivística, generalmente, es por demás meritoria, reúnen parte importante del patrimonio histórico de la Iglesia particular. En muchos casos se encuentran clasificados topográfica y genéricamente en sendos catálogos, muchos ya informatizados.
Las congregaciones de Vida Religiosa, conservan también profusa documentación. Aunque, en casos particulares, la más antigua se halla en los archivos de comunidades donde residen las autoridades generales, provinciales, o sus respectivos consejos. 
Sobre las fuentes custodiadas por instituciones  eclesiales, existen normativas comunes para regular su consulta, según los períodos cronológicos a que correspondan.
 

NOTAS

 

 (1)"[…] para definir y describir esta verdadera Iglesia de Cristo […] nada hay más noble, nada más excelente, nada más divino que aquella frase con que se le llama «el Cuerpo místico de Cristo» […]".PIO XII, “Carta Encíclica sobre el Cuerpo místico de Jesucristo y nuestra unión con el con Cristo”, 1943.

(2) LEON XIII, Enc. "Depuisle jous", dirigida al episcopado francés, 8-IX-1899, Enseñanzas Pontificias - 4 (Abadía de San Pedro de Solesmes), La Iglesia, Buenos Aires, Paulinas, vol. I, p. 453.

 (3) HUBERT JEDIN, "Introducción a la Historia de la Iglesia", en “ Manual de Historia de la Iglesia”, Barcelona, Herder, 1966, t. I, p. 32.

(4) JESÚS ÁLVAREZ GÓMEZ cmf., “Manual de Historia de la Iglesia”, Madrid, Publicaciones Claretianas, 1987, p. 4.

(5) JEDIN, op. cit., p. 30.

(6) ÁLVAREZ GÓMEZ, op. cit.

(7) Ibídem, p. 7.
 

HISTORIA DE LA IGLESIA: MISIONEROS

 

UN MISIONERO BETHARRAMITA  ENTRE

LAS TRIBUS PUELCHES

-BREVE ACERCAMIENTO A LA OBRA EVANGELIZADORA DEL PADRE SIMON GUIMÓN-

                                                                                     * Por Héctor José Iaconis

                                                                                                           

                                                                       

                                                                            “Fueron entonces de pueblo en  pueblo anunciando
                                                                                    la Buena Noticia...” (Lc. 9, 6).

                                                                             


 

INTRODUCCION                                                                                                                      

 

Extensa y sumamente rica es  la historia de la congregación de Sacerdotes  y Hermanos del  Sagrado Corazón de Betharram en la República Argentina. Por doquier, pueden observarse acontecimientos relevantes entre los se destacaron los religiosos: docentes de encumbrada formación intelectual, y misioneros comprometidos íntegramente en la construcción del Reino.

El martes 4 de noviembre de 1856, ocho hijos de San Miguel Garicoïts desembarcan en  de Buenos Aires. Eran los primeros betharramitas que surcaban   el Río de la Plata, invitados por monseñor Mariano José de Escalada Bustillo y Cevallos -a la sazón  obispo de  ese puerto-, para asistir espiritualmente a la colectividad vasca. Padres Simón Guimón, Didacio Barbé, Luis  Larrouy, Juan Bautista Harbustán,  y Pedro Sardoy; hermanos Damián y Juan Arostegui; estudiante  Juan Magendie son quienes que, a imitación de Cristo, atravesaron el océano para guiar el rebaño.

Del primero nos ocuparemos, tan siquiera brevemente, considerando su magno aporte como misionero intentando evangelizar a los indígenas de la tribu del Cacique Cipriano Catriel.

 Los Padres Bayoneses se echaron a misionar también por los
pueblos de la  a provincia; donde en el curso de los cinco prime-
ros años organizaron   de treinta misiones”(1).
 

A este le seguirán , décadas después, otros religiosos de Betharram cuyas correrías apostólicas no serán menos relevantes, que merecerían un estudio aparte:

* Enrique Cescas (1840-1888), quien -desde julio de 1874-  misionó en los dominios de Coliqueo (Tapera de Díaz, hoy Los Toldos, junto al padre Jorge María Salvaire (vicentino).

* Francisco Laphitz (1832-1905), sacerdote de gran celo, realizó importantes misiones en Montevideo, en la provincia de Buenos Aires, y en Asunción del Paraguay, donde le fue ofrecido el episcopado, que rehusó.

Gracias a los textos del padre Mieyaa, es factible conocer la crudeza a que debían someterse quienes emprendían ese difícil camino. A esas horas, el paisaje del desierto solo les ofrecía desolación, hambre y  el martirio.

Ya San Miguel, les había advertido, “no lo olvidemos: como religiosos, estamos consagrados a la piedad, a la caridad, a la obediencia (...); como apóstoles, debemos abrazar una vida de sacrificios”(2).

Aún frente a los contratiempos, ante los peligros, y la hostilidad de muchos, los misioneros de Betharram respondían con humildad, pobreza y generosidad.

Un piadoso ardor interior les propulsaba a seguir. El objetivo les era claro, pues a través de San Miguel, había nacido “de la contemplación del corazón misionero de Cristo”(3): “Tu no has querido sacrificio ni oblación; en cambio me has dado un cuerpo... Entonces dije: Aquí Estoy; yo vengo para hacer, Dios, tu voluntad” (Hb. 10, 5-7).

 

EL MISIONERO

 
 
Breve cronología biográfica
 

1794:  Nace, el padre Guimón, en Barcus, aldea vasca de Francia. Llamado al estado sacerdotal, estudia en los seminarios de Aires y de Dax.

1821:  Ordenado presbítero, en abril, es nombrado vicario de su pueblo natal.

1822:  Ingresa, como misionero, en la congregación de Hasparren.

1830:  Es suprimida la congregación de Hasparren. El obispo de Bayona, monseñor d’ Arbou, lo designa catedrático de Teología Moral, en el Seminario de Betharram, donde contrae gran amistad con San Miguel.

1834:  Debido a que, el obispo, llama a los alumnos de Filosofía a Bayona, éste quédase sin alumnos.

1835:  En octubre, ingresa en la sociedad de sacerdotes fundada por San Miguel.

1836:  Vive con los fundadores de la Sociedad de la Inmaculada Concepción -en Garaison- durante tres meses, para enseñarles a practicar la vida religiosa.

1854:  El 16 de octubre, es aprobada, por asamblea general de los Padres de Betharram, la misión en América Meridional.

1856:  El 31 de agosto, en el velero “Etincelle”, parte hacia el Río de la Plata.

1861:  El 22 de mayo, muere en Buenos Aires.

1872:  Sus restos son exhumados del cementerio de la Recoleta, para ser sepultados definitivamente en el cementerio del Calvario, en Betharram(4).

 
 
“Cazador de almas”(5)
 

Andaba siempre el Padre Guimón preocupado por la salvación del prójimo. Jamás olvidaba, cual solía decir, su oficio de “cazador de almas”. Era el suyo un corazón verdaderamente devorado por la pasión del bien.

Por los caminos, en carruajes, pensaba en reconciliar con Dios a los viajeros. Muy a menudo, durante sus viajes iba a sentarse junto al postillón. Pretextaba su necesidad de ir al aire libre para predicar al conductor.

El padre Pedro Estrate, quinto superior general de los Padres de Betharram, conservaba el recuerdo de un  vecino de su pueblo, convertido: “Joven, entregado al vicio, fue vencido por la gracia a los pies del Padre Guimón. Desde entonces, confesábase semanalmente y todos los domingos y días de fiesta iba a comulgar durante la misa cantada de las diez”.

Durante el trabajo siempre estaba rezando. Nunca perdía de vista la presencia de Dios. Hablaba familiarmente con el Divino Salvador, ofreciéndole todos sus trabajos y penas, con alegría y santa devoción.

 
 

LAS MISIONES EN BUENOS AIRES

 

A poco de llegar de Europa, es muy reconocida la promisoria tarea del padre Guimón en favor de la salvación de las almas.

Además del cuidado espiritual de los inmigrantes vascos, es invitado a predicar en la parroquia de Nuestra Señora de la Merced, y pronto también  lo hará en la de San José.

Pero su principal proyecto era la extensión de la Doctrina hacia aquellas regiones de la provincia, donde primaba el paganismo; o hacía estragos, el ya manifiesto, liberalismo masónico extremista.

En marzo de 1857, parte a Dolores, para continuar en Chascomús y Ranchos. Entre enero y febrero del año siguiente recorrerá Mercedes, Luján, Chivilcoy, Navarro, Lobos y Cañuelas; y mas adelante, hará lo propio en Morón, Barracas, Avellaneda, y Quilmes(6).

Mucho había andado en su terruño y fuera de él, por ello, poseía sólida experiencia, que le facilitó insertarse en una realidad socio-cultural que mucho distaba de la suya.

Los grandes esfuerzos que demandaba llevar los sacramentos y la palabra evangélica a tales latitudes, no siempre permitía obtener buenos resultados. A menudo hallaban  ingratitud, indiferencia e incomprensión de las autoridades de campaña.

  

 


ENTRE LA TRIBU DE CATRIEL

 

 

Tras el derrocamiento de Rosas (3 de febrero de 1852), el interior de la provincia de Buenos Aires vivía un estado de tensión. Debían transcurrir poco mas de un lustro, para la organización definitiva de la institución política nacional.

En teoría, la frontera con el aborigen estaba delimitada por el Río Salado. Fuera de ella, reinaban, por así decirlo, las tribus de varios caciques, entre los que destacabase Juan Calfucurá.

Entonces los Catriel, eran jefes de los toldos ubicados en el actual territorio de Azul, y habían -alrededor de 1855- negociado su amistad con el gobierno.

Era notoria la necesidad de enviar misioneros con los “indios amigos”, para lograr su conversión a la fe cristiana.

Así lo entendió monseñor de Escalada Bustillo, solicitando a los religiosos betharramitas “emprendan la evangelización de los indios”(6).

 
Hacia el  Sur: las entrevistas con  el cacique
 

Cerca de enero de 1859, el padre Guimón, asistido por los padre Harbustán y Larrouy, se internaron en Azul después de 80 leguas de viaje.

Mucho le atraían esa almas. Oraba incesantemente por ellas y pedías a loa otros que lo hicieran.

Allí mantuvo tres entrevistas con Catriel. La primera fue halagüeña, mostrándose -el cacique- solícito para atender los requerimientos (7).

En la segunda, expuso los proyectos de acción evangelizadora:


Somos extranjeros. Hemos consentido el sacrificio de abandonar
nuestro país, nuestros parientes y amigos, con el solo fin de dar a
conocer la verdadera religión... ¿No tendría el cacique el deseo deser instruido en ella?”.

-¿Por lo menos negaría el permiso de enseñarla a la gente de la tribu y especialmente a los niños?”(8).

 
La total negativa
 

Todo hacía suponer la afirmativa respuesta del  cacique. Sin embargo, después de consultar al adivino y a los demás jefes -el primero mostró la negativa- durante la tercer entrevista, respondió:

 
No queremos recibirlo mas en adelante, ni siquiera una vez, aunque fuera solo para satisfacción de su curiosidad”(9). 

Aunque, debido a  la hostilidad que demostraron los indígenas, el misionero debió regresar a Buenos Aires, sin un aparente buen éxito; su misión sirvió para que -años mas tarde- otros intentaran igual acción. Es indudable que el padre Guimón fue quien abrió el camino, para que -el 25 de enero de 1874- los padres Meister y Salvaire (lazaristas) comiencen a  la tarea añorada : catequizar, impartir los sacramentos y fundar escuelas entre los puelches de Catriel(10).

 NOTAS
 
(1) Cayetano Bruno sdb., Historia de la Iglesia en la Argentina, Buenos Aires, Editorial Don Bosco, 1975, t. XI, p. 303.
(2) Augusto Etchecopar, Pensamientos del Beato Miguel Garicoïts, con introducción del R.P. Pedro Mieyaa, Buenos Aires, Editorial F.V.D., 1943, p. 232.
(3) Tobias Sosio scj., “La dimensión misionera de San Miguel Garicoïts desde la perspectiva de América Latina”, en  Identidad. Misión de una familia, Betharram, julio-1997, p. 66.
(4) Pierre Mieyaa, Le pere Guimon, Betharram, Campagnon de Saint-Michel Garicoïts, 1974, p. 132.
(5) “Vida y fisonomía de un apóstol. El R.P. Simón Guimón”, en F.V.D., revista mensual ilustrada, Buenos Aires, vol. XV, número especial, octubre de 1935, p. 412.
(6) Ibídem, pp. 414 - 415.
(7) Pedro Mieyaa, El Beato Miguel Garicoïts Fundador de los Padres Bayoneses, Buenos Aires, s.e., 1942, p.376.
(8) No se conservan, al menos en Argentina, relación escrita de estas entrevistas.
(9) Mieyaa, Op. cit., p. 379 ss.
(10) Ibídem.
(11) Bruno, a.c., La Iglesia en la Argentina. Cuatrocientos años de Historia, Buenos Aires, Centro Saleciano de Estudios, Estudios Proyectos Nº 10, 1993, p. 625. Cfr. Juan Antonio Zuretti, Historia Eclesiástica Argentina, Buenos Aires, Editorial Huarpes, 1945, pp. 275 y 287.  
 

CARTA AL HISTORIADOR CATOLICO

Carta de Su Santidad el Papa León XIII, a los Emínentísimos Cardenales Antonino De Luca, Vice-canciller de la Santa Iglesia Romana, Juan Bautista Pitra, Bibliotecario de la S. I. R., y José Hergenroether, Prefecto de los Archivos Vaticanos, en la cual, descubriendo las malas artes con que los enemigos del nombre cristiano, pretenden desfigurar la historia y los hechos de los Romanos Pontífices, relacionados con los asuntos de Italia, pide que varones probos y versados en este género de disciplinas, a quienes se les abrirán las fuentes de documentos de la Biblioteca Vaticana, se entreguen de lleno a escribir la historia.

LEON PP. XIII
Amados Hijos Nuestros, Salud y Bendición Apostólica.
Habiendo reflexionado con frecuencia, sobre los medios de que más particularmente se valen los que se esfuerzan por lanzar la sospecha y el odio sobre la Iglesia y el Pontificado Romano, hemos llegado a la conclu­sión de que sus esfuerzos se dirigen con gran violencia y astucia contra la historia del nombre cristiano; sobre todo contra aquella parte que trata de las obras realizadas por los Romanos Pontífices, que están unidas y en­trelazadas con los asuntos de Italia. Advertido lo cual por algunos Obispos de nuestro país, llegaron a decir que temblaban no menos ante el pensa­miento de los males que de allí ya se siguieron, que ante el temor de los venideros. Porque obran injusta y temerariamente los que se guían más por el odio al Pontificado Romano, que por la verdad de los hechos; y esperan que el recuerdo de los tiempos pasados, teñido por un falso y mentiroso color, venga en ayuda del nuevo orden de cosas en Italia.

Por lo tanto, ya que es propio de Nos, no sólo vindicar los restantes derechos de la Iglesia, sino también proteger su propia dignidad y el honor de la Sede Apostólica contra toda clase de injurias; deseando que triunfe finalmente la verdad y que los ciudadanos de Italia reconozcan de dónde procede tan grande multitud de beneficios como hasta el presente han reci­bido y recibirán en lo futuro, determinamos, Amados Hijos Nuestros, comu­nicaros nuestros pensamientos sobre un asunto de tanta importancia y con­fiar a vuestra prudencia la ejecución de los mismos.
Quien con ánimo tranquilo y libre de prejuicios, considere los grandes hechos e insignes monumentos de la Historia, verá que éstos, por sí mismos, defienden a la Iglesia y al Pontificado, tributándoles espontánea y magnifica alabanza. Porque a través de ellos se puede conocer y contemplar la verdadera naturaleza y grandiosidad de las instituciones cristianas; en ellos se percibe la divina fuerza y virtud de la Iglesia, en medio de las violentas luchas y espléndidas victorias; y ante el testimonio irrefutable de Ios hechos, surgen evidentes los grandes beneficios hechos por los Pontífices Má­ximos, en favor de todos los hombres, y muy en particular de aquéllos en cuyo territorio la Divina Providencia colocó a la Sede Apostólica.
Por lo cual, a todos aquellos que se esforzaron en zaherir al Pontificado con toda clase de sinrazones y calumnias, les habría sido muy útil no des­preciar el testimonio de los grandes hechos de la Historia. Por el contrario, prefirieron mutilarlos y desfigurarlos, y esto con tal arte y pertinacia, que convirtieron en armas para inferir injurias, aquellas mismas que hubieran servido para rechazarlas.
Este sistema de ataque, fué ensayado tres siglos antes, primeramente por los Centuriadores de Magdeburgo; mas como nada pudiesen, siendo éllos los inventores y propagadores de las nuevas opiniones para destruir las defensas de la doctrina católica, impulsaron a la Iglesia al terreno de las disputas históricas, como a un nuevo género de lucha. El ejemplo de los Centuriadores fué imitado por casi todas las Escuelas que se apartaron de la antigua doctrina, y lo que es aún más triste, también por algunos católicos de nacionalidad italiana. Y movidos por aquel propósito que dijimos, se dieron a investigar hasta los más mínimos documentos de la antigüedad, y a examinar los más ocultos rincones de los archivos; se publicaron fútiles fábulas; las calumnias cien veces refutadas, fueron otras tantas renovadas.
Con frecuencia habiendo mutilado o astutamente oscurecido los aspectos fundamentales de los hechos, supieron, con no menor astucia, pasar en si­lencío las gestas gloriosas y los méritos memorables, mientras se ensañaban cruelmente, persiguiendo y exagerando las menores deficiencias, tanto más difíciles de evitar, cuanto mayor es la debilidad de la naturaleza humana. Más aún, se tuvo por licito investigar hasta algunos secretos de la vida doméstica, con maliciosa sagacidad, extrayendo de allí y publicando todo aquello que era más apto para incitar el escándalo y la burla de la plebe, tan proclive a la murmuración.
Aun aquellos de entre los, Pontífices Máximos, cuya virtud fué más manifiesta, muchas veces fueron tachados de soberbios y vituperados como codiciosos y altivos. Se criticaron los consejos de aquellos otros, cuya gloria, por los hechos realizados, era imposible eclipsar, y se oyó repetir mil veces aquella necia frase, de que la Iglesia no se ha hecho digna del aprecio de los hombres cultos ni de la benevolencia de las gentes. Pero en particular los más acerados dardos de la maledicencia y de supuestos crimenes, fueron arrojados contra el principado temporal de los Romanos Pontífices, insti­tuído no sin consejo divino para defender la libertad y majestad de éstos, habiendo sido fundado con justísimo derecho y siendo ya memorable por sus innumerables beneficios.
Fresco está aún el reciente episodio de Sicilia, en que tomando ocasión de un cruento recuerdo, fué injuriado el nombre de Nuestros predecesores y tratado con agreste crueldad en los discursos, que han quedado consignados en perennes documentos. Lo mismo acaeció poco después al tributarse honores públicos a un ciudadano de Brixen, el cual, no obstante haber sido un ingenio sedicioso y de espíritu adverso a la Sede Apostólica, fué entre­gado a la posteridad, como varón insigne. Entonces comenzaron a excitarse nuevamente las iras populares y a agitarse las hachas ardientes de los insultos contra los Pontífices Máximos. De ahí que si algo había digno de conmemorarse, lo cual resultase de mucha honra para la Iglesia, al destruir la luz manifiesta de la verdad todos los aguijones de las calumnias..., se trabajó de tal manera, atenuándolo y disminuyéndolo, que sólo se diese a los Pontífices una mínima parte de la alabanza y del mérito debidos.
Pero, lo que es más grave, hasta las mismas Escuelas han sido invadi­das por este modo de tratar la historia. Con mucha frecuencia se obliga a los niños a aprender narraciones llenas de falsedades y engaños; con lo cual .se obtiene que, acostumbrados a esto, los alumnos (sobre todo cuando se añade la perversidad y liviandad de los maestros), fácilmente toman fastídio de la veneranda antigüedad e inverecundo desprecio por las cosas y personas más santas y dignas de respeto. Pasados los rudimentos de las letras, no es raro que aumente para ellos el peligro. Pues en el estudio y consideración de las disciplinas superiores, se pasa de la narración de los hechos a la investigación de las causas de los mismos; y de las causas, se procede a la formulación de juicios temerariamente ficticios, que con fre­cuencia disíenten abiertamente de la doctrina divinamente revelada, y cuyo único propósito es disimular y encubrir todo cuanto pudieron realizar las enseñanzas cristianas, én el decurso de las cosas humanas y en la sucesión de los tiempos, para provecho y salvación de los hombres. No son pocos los que han aceptado ya tales errores, mas con tan escasa crítica, que no han caído en la cuenta de las discrepancias y contradicciones que afirman, ni de las grandes tinieblas con que envuelven a la llamada Filosofía de la Histo­ria. En un.a palabra (para no tratar de todos en particular), dirigen todo su sistema de enseñar la historia, a hacer sospechosa la Iglesia, y odiosos los Pontífices, y sobre todo a persuadir a la multitud, de que el imperio temporal de los Romanos Pontífices, daña a la incolumidad y grandeza de los asuntos de Italia.
Pero nada más falso y contrario a la verdad: causa hasta estupor el ver cómo tales acusaciones, refutadas por tantos testimonios y con tanta fuerza de argumentación, hayan podido parecer verosímiles a muchos. En realidad la historia entregó al recuerdo de la posteridad los grandes méritos del Pontificado Romano, para con Europa y en particular para con Italia, siendo esta última entre todas las demás naciones, como era más fácil y natural, la que recibió de la Sede Apostólica los mayores provechos y ven­tajas. De entre éstas, recordemos en primer lugar que, gracias al Pontificado, pudieron mantener incólume la concordia y evitar las disidencias en materia religiosa; bien inmenso, ciertamente, para los pueblos; quienes lo poseen, tienen en sus manos una defensa firmísima para la prosperidad pública y doméstica. Y para referirnos a algo en particular, nadie ignora que, después de saqueadas las riquezas de los Romanos, en las terribles incursiones de los bárbaros, fueron los Romanos Pontífices quienes, más que nadie, supie­ren resistir fortísimamente a los invasores, tanto que, gracias a su consejo y a su constancia en reprimir el furor de los enemigos, ni siquiera una vez se dió el caso de que el suelo italiano fuera castigado con la matanza y los incendios; ni la ciudad de Roma con la devastación y la muerte.
Y cuando los Emperadores de Oriente volvieron sus cuidados y pensa­mientos hacia otra parte, jamás, en medio de tanta soledad y pobreza, encontró Italia la defensa de sus intereses, sino en los Romanos Pontífices. La insigne caridad de éstos, ayudada por otras causas, logró atenuar en lo posible aquellas calamidades, ya a los comienzos de su principado temporal, cuya mayor gloria consistió ciertamente en haber estado siempre unido con la mayor utilidad común; pues el dispensar toda la mejor atención y benevo­lencia, cual lo hizo la Sede Apostólica, y el dar a los asuntos civiles la efi­cacia de su poder, y el cargar simultáneamente con las más grandes pre­ocupaciones de la ciudad, es algo que merece perenne gratitud, ya que la libertad y las oportunidades necesarias, dadas por el principado civil, hicie­ron posible la realización de ingentes obras de todo género.
Más aún, como la conciencia de su oficio impulsase a Nuestros predece­sores a defender los derechos de su imperio contra la avaricia de los ene­migos, tuvieron también que rechazar no pocas veces la dominación extran­jera en gran parte de Italia. Algo semejante se vió también en épocas más r recientes, cuando la Sede Apostólica no se doblegó a las armas vencedoras del máximo Emperador, sino que exigió de los Reyes aliados la devolución de todos los derechos a su principado.
Recordemos igualmente aquellas otras ventajas obtenidas por el pueblo italiano, cuando los Romanos Pontífices, con toda libertad, resistieron a la .voluntad injusta de los príncipes, y cuando aunadas por ellos las fuerzas de Europa, se opusieron con insigne fortaleza a las bárbaras acometidas de los Turcos, que amenazaban con sus continuos atropellos. Dos colosales batallas fueron emprendidas y ganadas, gracias al trabajo y a los auspicios de la Sede Apostólica, habiendo sido derrotados los enemigos del nombre italiano y católico; una en el campo de Milán, la otra junto a las islas Curzolares. La fuerza y la gloria naval de Italia continuó, por consejo de los Pontífices, las expediciones comenzadas en Palestina; y de la sabiduría de los Pontífices recibieron sus leyes, su vida y su estabilidad, las instituciones públicas del pueblo. Es también gloria de la Sede Apostólica, en gran parte, la conquistada por el nombre italiano en el terreno de las letras y de las Artes. Fácilmente habría perecido la literatura de los Romanos y Griegos, de no haber salvado como de un naufragio los restos de tantas obras, los Pontífices y los Clérigos.
Las obras realizadas en la ciudad de Roma hablan muy alto en su favor. Los nuevos Museos y las Bibliotecas que acaban de surgir, gracias al concurs6 de eminentes artífices; las Escuelas abiertas para enseñanza de la adolescencia; los grandes Liceos munificentísimamente fundados; he ahí las razones por las cuales Roma llegó a tan alta gloria, que es tenida, en la común opinión de los hombres, como la madre de las Bellas Artes. Todo esto y muchas otras cosas, son por sí mismas tan claras y evidentes, que el llamar al Pontificado o al principado temporal de los Pontífices enemigo del nom­bre italiano, equivale a mentir y negar las cosas más obvias y manifiestas. Engafiar a sabiendas es un proceder criminal; como también lo es el con­vertir a la historia en un dafíoso veneno.
Pero, mucho más reprensible es esto en hombres católicos, y aún más en los nacidos en Italia, a quienes más que a los otros, si es que tienen un corazón agradecido, debiera moverlos el honor de su religión, y el amor a la patria, no sólo a la afición, sino también a la defensa de la verdad. Pues es indigno que, mientras muchos de entre los mismos Protestantes, dotados de buen ingenio y recto juicio, han depuesto ya gran parte de sus prejuicios, e impulsados solamente por la fuerza de la verdad, no dudan en elogiar al Pontificado Romano, como portador de la cultura y de otras grandes ven­tajas para la República, haya muchos católicos que hagan lo contrario. Católicos, que prefieren lo adventicio en las ciencias históricas, buscan .a los escritores extraños más adversos a las instituciones católicas, y de tal manera los siguen y aprueban que rechazan a nuestros mejores historia­dores, a los que supieron escribir la verdadera historia, sin apartarse por ello del amor a la patria, ni de la gratitud y amor a la Sede Apostólica.
Apenas es creíble además, cuán enorme. sea el mal de esa historia ser­vil, que sólo rinde vasallaje a las tendencias partidarias y a los múltiples caprichos de los hombres. Porque entonces deja de ser maestra de la vida y luz de la verdad, como dijeron los antiguos con todo acierto que debiera ser, y se convierte en vil aduladora de los vicios y en vehículo de corrupción, principalmente para los jóvenes, cuyas mentes llenará de peligrosas opi­niones, apartando luego sus ánimos de la honestidad y de la modestia. Pues la historia hiere con sus atractivos los prematuros y ardientes ingenios; los jóvenes asimilan con ansias y retienen profundamente grabada por mucho tiempo en el alma la imagen que se les presenta de la antigüedad, no menos que el recuerdo de los hombres que parecen revivir ante sus ojos a través de‑ la narración histórica. Y así una vez bebido, desde los tiernos años, el veneno, apenas será posible encontrar el remedio que lo neutralice, cuando ello no sea del todo imposible. Pues no es del todo fundada aquella espe­ranza, de que con la edad tendrán un juicio más recto, al olvidar lo que en un principio aprendieron, ya que son muy pocos los que se dedican después a profundizar concienzudamente la historia; y al llegar a la edad madura, quizá encontrarán en la vida cotidiana más motivos para confirmar que para corregir sus errores.
Por lo cual, es de urgencia impostergable salir al encuentro de tan inminente peligro, y procurar por todos los medios posibles que el arte his­tórico, tan noble por otra parte, no siga por más tiempo convirtiéndose, en instrumento de tan enormes males públicos y privados. Conviene que varones probos y profundamente versados en esta clase de disciplinas, trabajen de lleno en escribir la historia, con tal propósito y con tal método, que apa­rezca lo que es verdadero y sincero, y queden docta y oportunamente refu­tados los injuriosos crímenes que desde hace bastante tiempo se vienen propalando contra los Romanos Pontífices. Opóngase pues a la narración vana y sin contenido serio, el trabajo y la madurez de la investigación; a la temeridad de las afirmaciones, la prudencia del juicio; a la ligereza de opiniones, una sabia selección de argumentos.
Hay que esforzarse grandemente, por que se refuten todas las mentiras y falsedades, acudiendo para ello a las fuentes mismas de los hechos. Y deben advertir los escritores, ante todo, y. tener muy presente que, la primera ley de la historia es no atreverse a decir cosa alguna que sea falsa, y luego no temer jamás el decir lo que sea verdadero, a fin de que no haya contra el escritor sospecha alguna de afecto ni de odio (1). Es además nece­sario redactar textos y comentarios ‑para las Escuelas, con los que, salva la verdad y sin peligro alguno de los jóvenes adolescentes, se pueda ilustrar y aun fomentar el mismo arte histórico. Para esto, una vez terminadas las obras que requieren mayor trabajo y que habrán sido redactadas a la luz de los documentos que se tienen por ‑más ciertos, bastará después entresacar lo principal de ellas y escribirlo clara y brevemente; asunto por cierto no difícil, pero que será de gran utilidad y dignísimo por tanto de que en él se ocupe aun la ciencia de excelentes ingenios.
No es esta palestra nueva ni reciente; más aún, están marcados en ella no pocos vestigios de varones eminentes. Puesto que la Iglesia cultivó asiduamente desde un principio la ciencia histórica, propia de asuntos tanto sagrados como profanos, según el juicio de los antiguos. En medio de aque­llas cruentas tempestades que sobrevinieron en los comienzos del nombre cristiano, se conservaron incólumes numerosas actas y documentos de la época. Y así, cuando brillaron tiempos más tranquilos, comenzaron a flo­recer en la Iglesia los estudios de los historiadores; Oriente y Occidente vió los doctos trabajos de este género, los de Eusebio Pánfilo, Teodoreto, Sócra­tes, Sozomeno y tantos otros. Y después de la caída del Imperio Romano, cuando la historia, como las demás artes humanas, no encontró *más re­fugio que los monasterios, fueron los eclesiásticos los únicos que la culti­varon. De tal manera que si los religiosos no hubiesen pensado en escribir los anales, apenas tendríamos noticias de un largo período de la historia,
(1) Según la frase de Cicerón: "primam esse historiac legem no quid falsi dicere audeat: deinde no quid veri non audeat; no qua suspicio gratiao sit in seribendo, no qua simultatis".
ni aun siquiera de las cosas civiles. De los más recientes, baste conmemorar n aquellos dos escritores que nadie ha superado: Baronio y Muratori primero juntó a una increíble erudición, la fuerza de su ingenio y la sutileza de su juicio; el segundo, aunque en sus escritos se encuentran "muchas cosas dignas de censura" (2), con todo reunió tanto material de documentos para ilustrar los hechos y vicisitudes de Italia, que nadie lo ha superado hasta ahora. Muchos otros esclarecidos y grandes varones pudieran fácilmente afiadirse a éstos, entre quienes Nos es muy grato recordar al Card. Angel Mai, gloria y ornamento de vuestro noble Orden.
El gran Doctor de la Iglesia, San Agustín, excogitó antes que nadie y llevó a cabo el arte filosófico de la historia. Los posteriores que en este punto realizaron algo digno de mención, tuvieron al mismo Agustín como maestro y guía, con cuyos comentarios y escritos cultivaron diligentemente su ingenio. A los que, por el contrario, se apartaron de las huellas trazadas por tan esclarecido varón, los alejó también de la verdad una multitud de errores, pues distraídos sus espíritus en los caminos y bullicios de las ciu­dades, carecieron de aquella verdadera ciencia de las causas, en que están contenidas las cosas humanas.
Por tanto, si la Iglesia, en el recuerdo de todos, mereció siempre bien de las ciencias históricas, merézcalo también ahora, ya que a conquistar Igual gloria la impelen las mismas circunstancias de los tiempos. Pues como sus enemigos suelen buscar en la historia, según ya dijimos, las hos­tiles flechas que han de dirigir contra la Iglesia, es necesario que ella pelee con las mismas armas y que por donde es más furiosamente atacada por allí se fortifique con mayor empeño, para rechazar los ataques.
Con esta intención dijimos en otra oportunidad que Nuestros Archivos estaban abiertos, en cuanto se puede, para proveer de armas a la religión y a las buenas artes; y hoy igualmente decretamos que preste todos los opor­tunos auxilios nuestra Biblioteca Vaticana para realizar las obras histó­ricas de que hablamos. No dudamos, Amados Hijos Nuestros, que la auto­ridad de vuestro oficio y el prestigio de vuestros méritos, fácilmente atraerá a vuestro alrededor varones doctos y experimentados en el arte de la histo­ria, a quienes muy bien podréis asignar su determinado trabajo, según las habilidades de cada uno, conforme a leyes concretas que han de ser sancio­nadas por Nuestra autoridad. A cuantos unirán su estudio y su trabajo con el vuestro en esta causa, mandamos ‑estar con ánimo sereno y tranquilo, y confiar en Nuestra singular benevolencia; pues se hace una cosa digna de nuestras aficiones y patrocinio; la cual, ciertamente, tenemos grandes espe­ranzas que ha de ser de verdadera utilidad.
Pero para probar con firmes argumentos, es necesario desprenderse del deseo de imponer la propia opinión; la verdad, por sí misma, superará y que­brantará los ataques, desde tiempo ‑ha dirigidos contra la misma verdad, la cual podrá ser obscurecida por algún tiempo, pero no extinguida.
(2) Benedicto XIV. Carta del 31 de Julio de 1748 al Supremo Inqui­sidor de España.
Y ojalá se exciten cuantos más sea posible con el deseo de investigar la verdad, y así descubran útiles documentos para el futuro. Pues en cierta ma­nera clama toda la historia, que es Dios quien rige providentisimamente los diversos y perpetuos movimientos de las cosas humanas, y que, El los con­vierte, aun en contra de la voluntad de los hombres en incremento de su Igle­sia. Clama igualmente que siempre salió vencedor el Pontificado Romano do las luchas y de la violencia; que sus impugnadores, perdida toda esperanza, se prepararon su propia perdición. Ni menos abiertamente atestigua la his­toria que fue previsto por el cielo, ya desde un principio, lo que llegaría a ser la ciudad de Roma, esto es: domicilio y sede perpetua de los sucesores de S. Pedro, que desde allí, como de un centro, gobernarían a la universal República cristiana, no sujetos a ninguna potestad. Y que nadie se atrevió a rechazar esta determinación de la divina Providencia, sin que tarde o tem­prano sintiese ser vanos sus intentos.
Esto es lo que se puede contemplar, como colocado en un ilustre monu­mento, confirmado por el testimonio de 20 siglos; ni hay que pensar que lo que vendrá en lo futuro, será distinto de lo pretérito. Ahora, ciertamente, se atreven a dirigir toda clase de hostilidades, contra el Pontificado Romano, las poderosas sectas de los enemigos de Dios y de su Iglesia, llevando la gue­rra contra su misma Sede. Con lo cual pretenden debilitar las fuerzas‑y dis­minuir la sagrada potestad de los Romanos Pontífices; más aún, suprimir si posible fuera, el mismo Pontificado.
Las cosas que aquí pasaron después de la caída de la Urbe, y las que actualmente pasan no permiten dudar acerca de las intenciones que llevaban los que se presentaron como los constructores y directores de los asuntos pú­blicos. A estos se plegaron muchos otros, tal vez no con la misma intención, pero sí con deseos de levantar y engrandecer la República. Así creció el nú­mero de los que luchaban contra la Sede Apostólica; y el Romano Pontífice cayó en aquella mísera condición que los católicos unánimemente deploran. Pero a aquellos les sobrevendrá lo mismo que a sus predecesores, quienes venían con el mismo propósito y con igual audacia.
Por lo que toca a los italianos, esta vehemente lucha contra la Sede Apostólica, que injuriosa y temerariamente han comenzado, ha de acarrearles in­gentes daños, tanto dentro como fuera del país. Para excitar los ánimos de la multitud y enajenar sus voluntades, se ha dicho que el Pontificado se opo­ne a la prosperidad de Italia. Pero todo lo que arriba dejamos dicho, refuta suficientemente toda esta inicua y tonta recriminación. A pesar de todo, el Pontificado será para los ciudadanos italianos en lo venidero, lo mismo que fue antes: benévolo y saludable; porque ésta es su constante e inmutable na­turaleza: merecer bien y ser de provecho para todos. Por esto, no es propio de hombres que buscan el provecho público, privar a Italia de esta máxima fuente de beneficios; ni es digno de los italianos unir su causa a la de aque­llos que en ninguna otra cosa piensan, si no es en la perdición de la Iglesia.
Del mismo modo, no conviene ni es prudente consejo el luchar contra aquella potestad, de cuya perpetuidad sale fiador el mismo Dios, y cuyo testigo es la historia; y como la veneran religiosamente los católicos de todo el orbe, importa a los ciudadanos de Italia el defenderla con todo género de cuidados; es asimismo necesario que la reconozcan y estimen los magistrados de las naciones, principalmente en estos tiempos tan azarosos, cuando hasta los mismos fundamentos en que se basa la sociedad humana parecen vacilar. Si, pues, todos aquellos en quienes hay un verdadero amor a la patria, en­tendiesen y penetrasen la verdad,' debieran poner su cuidado y esmero, en re­mover principalmente las causas de esta funesta discordia, y satisfacer, como es justo, a la Iglesia católica que tan razonablemente pide y solicita sus de­rechos.
Finalmente, nada deseamos más intensamente que cuanto hemos recor­dado, as! corno queda consignado en documento escrito, así se adhiera pro­fundamente en los ánimos de los hombres. En lo cual, propio es de vosotros, Hijos Nuestros muy amados, poner cuanto mayor, cuidado e industria os sean posibles. Para que vuestro trabajo, pues, y el de aquellos que con vosotros trabajaren sea más fecundo, amantísimamente os impartimos en el Señor la bendición apostólica, para vosotros y para ellos, como augurio de celeste protección.
LEON PP XIII