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HISTORIA DE LA IGLESIA

CARTA AL HISTORIADOR CATOLICO

Carta de Su Santidad el Papa León XIII, a los Emínentísimos Cardenales Antonino De Luca, Vice-canciller de la Santa Iglesia Romana, Juan Bautista Pitra, Bibliotecario de la S. I. R., y José Hergenroether, Prefecto de los Archivos Vaticanos, en la cual, descubriendo las malas artes con que los enemigos del nombre cristiano, pretenden desfigurar la historia y los hechos de los Romanos Pontífices, relacionados con los asuntos de Italia, pide que varones probos y versados en este género de disciplinas, a quienes se les abrirán las fuentes de documentos de la Biblioteca Vaticana, se entreguen de lleno a escribir la historia.

LEON PP. XIII
Amados Hijos Nuestros, Salud y Bendición Apostólica.
Habiendo reflexionado con frecuencia, sobre los medios de que más particularmente se valen los que se esfuerzan por lanzar la sospecha y el odio sobre la Iglesia y el Pontificado Romano, hemos llegado a la conclu­sión de que sus esfuerzos se dirigen con gran violencia y astucia contra la historia del nombre cristiano; sobre todo contra aquella parte que trata de las obras realizadas por los Romanos Pontífices, que están unidas y en­trelazadas con los asuntos de Italia. Advertido lo cual por algunos Obispos de nuestro país, llegaron a decir que temblaban no menos ante el pensa­miento de los males que de allí ya se siguieron, que ante el temor de los venideros. Porque obran injusta y temerariamente los que se guían más por el odio al Pontificado Romano, que por la verdad de los hechos; y esperan que el recuerdo de los tiempos pasados, teñido por un falso y mentiroso color, venga en ayuda del nuevo orden de cosas en Italia.

Por lo tanto, ya que es propio de Nos, no sólo vindicar los restantes derechos de la Iglesia, sino también proteger su propia dignidad y el honor de la Sede Apostólica contra toda clase de injurias; deseando que triunfe finalmente la verdad y que los ciudadanos de Italia reconozcan de dónde procede tan grande multitud de beneficios como hasta el presente han reci­bido y recibirán en lo futuro, determinamos, Amados Hijos Nuestros, comu­nicaros nuestros pensamientos sobre un asunto de tanta importancia y con­fiar a vuestra prudencia la ejecución de los mismos.
Quien con ánimo tranquilo y libre de prejuicios, considere los grandes hechos e insignes monumentos de la Historia, verá que éstos, por sí mismos, defienden a la Iglesia y al Pontificado, tributándoles espontánea y magnifica alabanza. Porque a través de ellos se puede conocer y contemplar la verdadera naturaleza y grandiosidad de las instituciones cristianas; en ellos se percibe la divina fuerza y virtud de la Iglesia, en medio de las violentas luchas y espléndidas victorias; y ante el testimonio irrefutable de Ios hechos, surgen evidentes los grandes beneficios hechos por los Pontífices Má­ximos, en favor de todos los hombres, y muy en particular de aquéllos en cuyo territorio la Divina Providencia colocó a la Sede Apostólica.
Por lo cual, a todos aquellos que se esforzaron en zaherir al Pontificado con toda clase de sinrazones y calumnias, les habría sido muy útil no des­preciar el testimonio de los grandes hechos de la Historia. Por el contrario, prefirieron mutilarlos y desfigurarlos, y esto con tal arte y pertinacia, que convirtieron en armas para inferir injurias, aquellas mismas que hubieran servido para rechazarlas.
Este sistema de ataque, fué ensayado tres siglos antes, primeramente por los Centuriadores de Magdeburgo; mas como nada pudiesen, siendo éllos los inventores y propagadores de las nuevas opiniones para destruir las defensas de la doctrina católica, impulsaron a la Iglesia al terreno de las disputas históricas, como a un nuevo género de lucha. El ejemplo de los Centuriadores fué imitado por casi todas las Escuelas que se apartaron de la antigua doctrina, y lo que es aún más triste, también por algunos católicos de nacionalidad italiana. Y movidos por aquel propósito que dijimos, se dieron a investigar hasta los más mínimos documentos de la antigüedad, y a examinar los más ocultos rincones de los archivos; se publicaron fútiles fábulas; las calumnias cien veces refutadas, fueron otras tantas renovadas.
Con frecuencia habiendo mutilado o astutamente oscurecido los aspectos fundamentales de los hechos, supieron, con no menor astucia, pasar en si­lencío las gestas gloriosas y los méritos memorables, mientras se ensañaban cruelmente, persiguiendo y exagerando las menores deficiencias, tanto más difíciles de evitar, cuanto mayor es la debilidad de la naturaleza humana. Más aún, se tuvo por licito investigar hasta algunos secretos de la vida doméstica, con maliciosa sagacidad, extrayendo de allí y publicando todo aquello que era más apto para incitar el escándalo y la burla de la plebe, tan proclive a la murmuración.
Aun aquellos de entre los, Pontífices Máximos, cuya virtud fué más manifiesta, muchas veces fueron tachados de soberbios y vituperados como codiciosos y altivos. Se criticaron los consejos de aquellos otros, cuya gloria, por los hechos realizados, era imposible eclipsar, y se oyó repetir mil veces aquella necia frase, de que la Iglesia no se ha hecho digna del aprecio de los hombres cultos ni de la benevolencia de las gentes. Pero en particular los más acerados dardos de la maledicencia y de supuestos crimenes, fueron arrojados contra el principado temporal de los Romanos Pontífices, insti­tuído no sin consejo divino para defender la libertad y majestad de éstos, habiendo sido fundado con justísimo derecho y siendo ya memorable por sus innumerables beneficios.
Fresco está aún el reciente episodio de Sicilia, en que tomando ocasión de un cruento recuerdo, fué injuriado el nombre de Nuestros predecesores y tratado con agreste crueldad en los discursos, que han quedado consignados en perennes documentos. Lo mismo acaeció poco después al tributarse honores públicos a un ciudadano de Brixen, el cual, no obstante haber sido un ingenio sedicioso y de espíritu adverso a la Sede Apostólica, fué entre­gado a la posteridad, como varón insigne. Entonces comenzaron a excitarse nuevamente las iras populares y a agitarse las hachas ardientes de los insultos contra los Pontífices Máximos. De ahí que si algo había digno de conmemorarse, lo cual resultase de mucha honra para la Iglesia, al destruir la luz manifiesta de la verdad todos los aguijones de las calumnias..., se trabajó de tal manera, atenuándolo y disminuyéndolo, que sólo se diese a los Pontífices una mínima parte de la alabanza y del mérito debidos.
Pero, lo que es más grave, hasta las mismas Escuelas han sido invadi­das por este modo de tratar la historia. Con mucha frecuencia se obliga a los niños a aprender narraciones llenas de falsedades y engaños; con lo cual .se obtiene que, acostumbrados a esto, los alumnos (sobre todo cuando se añade la perversidad y liviandad de los maestros), fácilmente toman fastídio de la veneranda antigüedad e inverecundo desprecio por las cosas y personas más santas y dignas de respeto. Pasados los rudimentos de las letras, no es raro que aumente para ellos el peligro. Pues en el estudio y consideración de las disciplinas superiores, se pasa de la narración de los hechos a la investigación de las causas de los mismos; y de las causas, se procede a la formulación de juicios temerariamente ficticios, que con fre­cuencia disíenten abiertamente de la doctrina divinamente revelada, y cuyo único propósito es disimular y encubrir todo cuanto pudieron realizar las enseñanzas cristianas, én el decurso de las cosas humanas y en la sucesión de los tiempos, para provecho y salvación de los hombres. No son pocos los que han aceptado ya tales errores, mas con tan escasa crítica, que no han caído en la cuenta de las discrepancias y contradicciones que afirman, ni de las grandes tinieblas con que envuelven a la llamada Filosofía de la Histo­ria. En un.a palabra (para no tratar de todos en particular), dirigen todo su sistema de enseñar la historia, a hacer sospechosa la Iglesia, y odiosos los Pontífices, y sobre todo a persuadir a la multitud, de que el imperio temporal de los Romanos Pontífices, daña a la incolumidad y grandeza de los asuntos de Italia.
Pero nada más falso y contrario a la verdad: causa hasta estupor el ver cómo tales acusaciones, refutadas por tantos testimonios y con tanta fuerza de argumentación, hayan podido parecer verosímiles a muchos. En realidad la historia entregó al recuerdo de la posteridad los grandes méritos del Pontificado Romano, para con Europa y en particular para con Italia, siendo esta última entre todas las demás naciones, como era más fácil y natural, la que recibió de la Sede Apostólica los mayores provechos y ven­tajas. De entre éstas, recordemos en primer lugar que, gracias al Pontificado, pudieron mantener incólume la concordia y evitar las disidencias en materia religiosa; bien inmenso, ciertamente, para los pueblos; quienes lo poseen, tienen en sus manos una defensa firmísima para la prosperidad pública y doméstica. Y para referirnos a algo en particular, nadie ignora que, después de saqueadas las riquezas de los Romanos, en las terribles incursiones de los bárbaros, fueron los Romanos Pontífices quienes, más que nadie, supie­ren resistir fortísimamente a los invasores, tanto que, gracias a su consejo y a su constancia en reprimir el furor de los enemigos, ni siquiera una vez se dió el caso de que el suelo italiano fuera castigado con la matanza y los incendios; ni la ciudad de Roma con la devastación y la muerte.
Y cuando los Emperadores de Oriente volvieron sus cuidados y pensa­mientos hacia otra parte, jamás, en medio de tanta soledad y pobreza, encontró Italia la defensa de sus intereses, sino en los Romanos Pontífices. La insigne caridad de éstos, ayudada por otras causas, logró atenuar en lo posible aquellas calamidades, ya a los comienzos de su principado temporal, cuya mayor gloria consistió ciertamente en haber estado siempre unido con la mayor utilidad común; pues el dispensar toda la mejor atención y benevo­lencia, cual lo hizo la Sede Apostólica, y el dar a los asuntos civiles la efi­cacia de su poder, y el cargar simultáneamente con las más grandes pre­ocupaciones de la ciudad, es algo que merece perenne gratitud, ya que la libertad y las oportunidades necesarias, dadas por el principado civil, hicie­ron posible la realización de ingentes obras de todo género.
Más aún, como la conciencia de su oficio impulsase a Nuestros predece­sores a defender los derechos de su imperio contra la avaricia de los ene­migos, tuvieron también que rechazar no pocas veces la dominación extran­jera en gran parte de Italia. Algo semejante se vió también en épocas más r recientes, cuando la Sede Apostólica no se doblegó a las armas vencedoras del máximo Emperador, sino que exigió de los Reyes aliados la devolución de todos los derechos a su principado.
Recordemos igualmente aquellas otras ventajas obtenidas por el pueblo italiano, cuando los Romanos Pontífices, con toda libertad, resistieron a la .voluntad injusta de los príncipes, y cuando aunadas por ellos las fuerzas de Europa, se opusieron con insigne fortaleza a las bárbaras acometidas de los Turcos, que amenazaban con sus continuos atropellos. Dos colosales batallas fueron emprendidas y ganadas, gracias al trabajo y a los auspicios de la Sede Apostólica, habiendo sido derrotados los enemigos del nombre italiano y católico; una en el campo de Milán, la otra junto a las islas Curzolares. La fuerza y la gloria naval de Italia continuó, por consejo de los Pontífices, las expediciones comenzadas en Palestina; y de la sabiduría de los Pontífices recibieron sus leyes, su vida y su estabilidad, las instituciones públicas del pueblo. Es también gloria de la Sede Apostólica, en gran parte, la conquistada por el nombre italiano en el terreno de las letras y de las Artes. Fácilmente habría perecido la literatura de los Romanos y Griegos, de no haber salvado como de un naufragio los restos de tantas obras, los Pontífices y los Clérigos.
Las obras realizadas en la ciudad de Roma hablan muy alto en su favor. Los nuevos Museos y las Bibliotecas que acaban de surgir, gracias al concurs6 de eminentes artífices; las Escuelas abiertas para enseñanza de la adolescencia; los grandes Liceos munificentísimamente fundados; he ahí las razones por las cuales Roma llegó a tan alta gloria, que es tenida, en la común opinión de los hombres, como la madre de las Bellas Artes. Todo esto y muchas otras cosas, son por sí mismas tan claras y evidentes, que el llamar al Pontificado o al principado temporal de los Pontífices enemigo del nom­bre italiano, equivale a mentir y negar las cosas más obvias y manifiestas. Engafiar a sabiendas es un proceder criminal; como también lo es el con­vertir a la historia en un dafíoso veneno.
Pero, mucho más reprensible es esto en hombres católicos, y aún más en los nacidos en Italia, a quienes más que a los otros, si es que tienen un corazón agradecido, debiera moverlos el honor de su religión, y el amor a la patria, no sólo a la afición, sino también a la defensa de la verdad. Pues es indigno que, mientras muchos de entre los mismos Protestantes, dotados de buen ingenio y recto juicio, han depuesto ya gran parte de sus prejuicios, e impulsados solamente por la fuerza de la verdad, no dudan en elogiar al Pontificado Romano, como portador de la cultura y de otras grandes ven­tajas para la República, haya muchos católicos que hagan lo contrario. Católicos, que prefieren lo adventicio en las ciencias históricas, buscan .a los escritores extraños más adversos a las instituciones católicas, y de tal manera los siguen y aprueban que rechazan a nuestros mejores historia­dores, a los que supieron escribir la verdadera historia, sin apartarse por ello del amor a la patria, ni de la gratitud y amor a la Sede Apostólica.
Apenas es creíble además, cuán enorme. sea el mal de esa historia ser­vil, que sólo rinde vasallaje a las tendencias partidarias y a los múltiples caprichos de los hombres. Porque entonces deja de ser maestra de la vida y luz de la verdad, como dijeron los antiguos con todo acierto que debiera ser, y se convierte en vil aduladora de los vicios y en vehículo de corrupción, principalmente para los jóvenes, cuyas mentes llenará de peligrosas opi­niones, apartando luego sus ánimos de la honestidad y de la modestia. Pues la historia hiere con sus atractivos los prematuros y ardientes ingenios; los jóvenes asimilan con ansias y retienen profundamente grabada por mucho tiempo en el alma la imagen que se les presenta de la antigüedad, no menos que el recuerdo de los hombres que parecen revivir ante sus ojos a través de‑ la narración histórica. Y así una vez bebido, desde los tiernos años, el veneno, apenas será posible encontrar el remedio que lo neutralice, cuando ello no sea del todo imposible. Pues no es del todo fundada aquella espe­ranza, de que con la edad tendrán un juicio más recto, al olvidar lo que en un principio aprendieron, ya que son muy pocos los que se dedican después a profundizar concienzudamente la historia; y al llegar a la edad madura, quizá encontrarán en la vida cotidiana más motivos para confirmar que para corregir sus errores.
Por lo cual, es de urgencia impostergable salir al encuentro de tan inminente peligro, y procurar por todos los medios posibles que el arte his­tórico, tan noble por otra parte, no siga por más tiempo convirtiéndose, en instrumento de tan enormes males públicos y privados. Conviene que varones probos y profundamente versados en esta clase de disciplinas, trabajen de lleno en escribir la historia, con tal propósito y con tal método, que apa­rezca lo que es verdadero y sincero, y queden docta y oportunamente refu­tados los injuriosos crímenes que desde hace bastante tiempo se vienen propalando contra los Romanos Pontífices. Opóngase pues a la narración vana y sin contenido serio, el trabajo y la madurez de la investigación; a la temeridad de las afirmaciones, la prudencia del juicio; a la ligereza de opiniones, una sabia selección de argumentos.
Hay que esforzarse grandemente, por que se refuten todas las mentiras y falsedades, acudiendo para ello a las fuentes mismas de los hechos. Y deben advertir los escritores, ante todo, y. tener muy presente que, la primera ley de la historia es no atreverse a decir cosa alguna que sea falsa, y luego no temer jamás el decir lo que sea verdadero, a fin de que no haya contra el escritor sospecha alguna de afecto ni de odio (1). Es además nece­sario redactar textos y comentarios ‑para las Escuelas, con los que, salva la verdad y sin peligro alguno de los jóvenes adolescentes, se pueda ilustrar y aun fomentar el mismo arte histórico. Para esto, una vez terminadas las obras que requieren mayor trabajo y que habrán sido redactadas a la luz de los documentos que se tienen por ‑más ciertos, bastará después entresacar lo principal de ellas y escribirlo clara y brevemente; asunto por cierto no difícil, pero que será de gran utilidad y dignísimo por tanto de que en él se ocupe aun la ciencia de excelentes ingenios.
No es esta palestra nueva ni reciente; más aún, están marcados en ella no pocos vestigios de varones eminentes. Puesto que la Iglesia cultivó asiduamente desde un principio la ciencia histórica, propia de asuntos tanto sagrados como profanos, según el juicio de los antiguos. En medio de aque­llas cruentas tempestades que sobrevinieron en los comienzos del nombre cristiano, se conservaron incólumes numerosas actas y documentos de la época. Y así, cuando brillaron tiempos más tranquilos, comenzaron a flo­recer en la Iglesia los estudios de los historiadores; Oriente y Occidente vió los doctos trabajos de este género, los de Eusebio Pánfilo, Teodoreto, Sócra­tes, Sozomeno y tantos otros. Y después de la caída del Imperio Romano, cuando la historia, como las demás artes humanas, no encontró *más re­fugio que los monasterios, fueron los eclesiásticos los únicos que la culti­varon. De tal manera que si los religiosos no hubiesen pensado en escribir los anales, apenas tendríamos noticias de un largo período de la historia,
(1) Según la frase de Cicerón: "primam esse historiac legem no quid falsi dicere audeat: deinde no quid veri non audeat; no qua suspicio gratiao sit in seribendo, no qua simultatis".
ni aun siquiera de las cosas civiles. De los más recientes, baste conmemorar n aquellos dos escritores que nadie ha superado: Baronio y Muratori primero juntó a una increíble erudición, la fuerza de su ingenio y la sutileza de su juicio; el segundo, aunque en sus escritos se encuentran "muchas cosas dignas de censura" (2), con todo reunió tanto material de documentos para ilustrar los hechos y vicisitudes de Italia, que nadie lo ha superado hasta ahora. Muchos otros esclarecidos y grandes varones pudieran fácilmente afiadirse a éstos, entre quienes Nos es muy grato recordar al Card. Angel Mai, gloria y ornamento de vuestro noble Orden.
El gran Doctor de la Iglesia, San Agustín, excogitó antes que nadie y llevó a cabo el arte filosófico de la historia. Los posteriores que en este punto realizaron algo digno de mención, tuvieron al mismo Agustín como maestro y guía, con cuyos comentarios y escritos cultivaron diligentemente su ingenio. A los que, por el contrario, se apartaron de las huellas trazadas por tan esclarecido varón, los alejó también de la verdad una multitud de errores, pues distraídos sus espíritus en los caminos y bullicios de las ciu­dades, carecieron de aquella verdadera ciencia de las causas, en que están contenidas las cosas humanas.
Por tanto, si la Iglesia, en el recuerdo de todos, mereció siempre bien de las ciencias históricas, merézcalo también ahora, ya que a conquistar Igual gloria la impelen las mismas circunstancias de los tiempos. Pues como sus enemigos suelen buscar en la historia, según ya dijimos, las hos­tiles flechas que han de dirigir contra la Iglesia, es necesario que ella pelee con las mismas armas y que por donde es más furiosamente atacada por allí se fortifique con mayor empeño, para rechazar los ataques.
Con esta intención dijimos en otra oportunidad que Nuestros Archivos estaban abiertos, en cuanto se puede, para proveer de armas a la religión y a las buenas artes; y hoy igualmente decretamos que preste todos los opor­tunos auxilios nuestra Biblioteca Vaticana para realizar las obras histó­ricas de que hablamos. No dudamos, Amados Hijos Nuestros, que la auto­ridad de vuestro oficio y el prestigio de vuestros méritos, fácilmente atraerá a vuestro alrededor varones doctos y experimentados en el arte de la histo­ria, a quienes muy bien podréis asignar su determinado trabajo, según las habilidades de cada uno, conforme a leyes concretas que han de ser sancio­nadas por Nuestra autoridad. A cuantos unirán su estudio y su trabajo con el vuestro en esta causa, mandamos ‑estar con ánimo sereno y tranquilo, y confiar en Nuestra singular benevolencia; pues se hace una cosa digna de nuestras aficiones y patrocinio; la cual, ciertamente, tenemos grandes espe­ranzas que ha de ser de verdadera utilidad.
Pero para probar con firmes argumentos, es necesario desprenderse del deseo de imponer la propia opinión; la verdad, por sí misma, superará y que­brantará los ataques, desde tiempo ‑ha dirigidos contra la misma verdad, la cual podrá ser obscurecida por algún tiempo, pero no extinguida.
(2) Benedicto XIV. Carta del 31 de Julio de 1748 al Supremo Inqui­sidor de España.
Y ojalá se exciten cuantos más sea posible con el deseo de investigar la verdad, y así descubran útiles documentos para el futuro. Pues en cierta ma­nera clama toda la historia, que es Dios quien rige providentisimamente los diversos y perpetuos movimientos de las cosas humanas, y que, El los con­vierte, aun en contra de la voluntad de los hombres en incremento de su Igle­sia. Clama igualmente que siempre salió vencedor el Pontificado Romano do las luchas y de la violencia; que sus impugnadores, perdida toda esperanza, se prepararon su propia perdición. Ni menos abiertamente atestigua la his­toria que fue previsto por el cielo, ya desde un principio, lo que llegaría a ser la ciudad de Roma, esto es: domicilio y sede perpetua de los sucesores de S. Pedro, que desde allí, como de un centro, gobernarían a la universal República cristiana, no sujetos a ninguna potestad. Y que nadie se atrevió a rechazar esta determinación de la divina Providencia, sin que tarde o tem­prano sintiese ser vanos sus intentos.
Esto es lo que se puede contemplar, como colocado en un ilustre monu­mento, confirmado por el testimonio de 20 siglos; ni hay que pensar que lo que vendrá en lo futuro, será distinto de lo pretérito. Ahora, ciertamente, se atreven a dirigir toda clase de hostilidades, contra el Pontificado Romano, las poderosas sectas de los enemigos de Dios y de su Iglesia, llevando la gue­rra contra su misma Sede. Con lo cual pretenden debilitar las fuerzas‑y dis­minuir la sagrada potestad de los Romanos Pontífices; más aún, suprimir si posible fuera, el mismo Pontificado.
Las cosas que aquí pasaron después de la caída de la Urbe, y las que actualmente pasan no permiten dudar acerca de las intenciones que llevaban los que se presentaron como los constructores y directores de los asuntos pú­blicos. A estos se plegaron muchos otros, tal vez no con la misma intención, pero sí con deseos de levantar y engrandecer la República. Así creció el nú­mero de los que luchaban contra la Sede Apostólica; y el Romano Pontífice cayó en aquella mísera condición que los católicos unánimemente deploran. Pero a aquellos les sobrevendrá lo mismo que a sus predecesores, quienes venían con el mismo propósito y con igual audacia.
Por lo que toca a los italianos, esta vehemente lucha contra la Sede Apostólica, que injuriosa y temerariamente han comenzado, ha de acarrearles in­gentes daños, tanto dentro como fuera del país. Para excitar los ánimos de la multitud y enajenar sus voluntades, se ha dicho que el Pontificado se opo­ne a la prosperidad de Italia. Pero todo lo que arriba dejamos dicho, refuta suficientemente toda esta inicua y tonta recriminación. A pesar de todo, el Pontificado será para los ciudadanos italianos en lo venidero, lo mismo que fue antes: benévolo y saludable; porque ésta es su constante e inmutable na­turaleza: merecer bien y ser de provecho para todos. Por esto, no es propio de hombres que buscan el provecho público, privar a Italia de esta máxima fuente de beneficios; ni es digno de los italianos unir su causa a la de aque­llos que en ninguna otra cosa piensan, si no es en la perdición de la Iglesia.
Del mismo modo, no conviene ni es prudente consejo el luchar contra aquella potestad, de cuya perpetuidad sale fiador el mismo Dios, y cuyo testigo es la historia; y como la veneran religiosamente los católicos de todo el orbe, importa a los ciudadanos de Italia el defenderla con todo género de cuidados; es asimismo necesario que la reconozcan y estimen los magistrados de las naciones, principalmente en estos tiempos tan azarosos, cuando hasta los mismos fundamentos en que se basa la sociedad humana parecen vacilar. Si, pues, todos aquellos en quienes hay un verdadero amor a la patria, en­tendiesen y penetrasen la verdad,' debieran poner su cuidado y esmero, en re­mover principalmente las causas de esta funesta discordia, y satisfacer, como es justo, a la Iglesia católica que tan razonablemente pide y solicita sus de­rechos.
Finalmente, nada deseamos más intensamente que cuanto hemos recor­dado, as! corno queda consignado en documento escrito, así se adhiera pro­fundamente en los ánimos de los hombres. En lo cual, propio es de vosotros, Hijos Nuestros muy amados, poner cuanto mayor, cuidado e industria os sean posibles. Para que vuestro trabajo, pues, y el de aquellos que con vosotros trabajaren sea más fecundo, amantísimamente os impartimos en el Señor la bendición apostólica, para vosotros y para ellos, como augurio de celeste protección.
LEON PP XIII

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